Como demostración de la culminación de un proceso sobre el que varias veces había alertado la Academia del Plata, el presidente de la nación comunicó públicamente dos decisiones personales: la primera, la habilitación de un debate por la legalización del aborto; la segunda, días después de la primera, que no vetaría la ley de aborto en caso de que el Congreso aprobare su despenalización.
Ello fue seguido de una aclaración que, como suele ocurrir en estos casos, oscureció aún más el panorama: dijo que él está a favor de la vida, pero también a favor de los debates maduros y responsables (sic).
Si bien el largo proceso de decadencia en que se encuentra sumergida la Argentina hacía esto absolutamente previsible, el hecho que no haya causado sorpresa no obsta a que resulte francamente deplorable.
Por otra parte, parecería que todo ha sido dicho ya, tanto a favor cuanto en contra de la muerte a designio de los seres humanos más inocentes e indefensos que puedan imaginarse. Ello, entonces, podría justificar que se calificase de redundante una nueva declaración de la Academia del Plata, que, por lo demás, ha adherido a innumerables pronunciamientos hechos públicos por otras muchas instituciones de gran prestigio nacional e internacional. Sin embargo, creemos que el deber de esta hora impone una clara y rotunda definición, así como que ciertas particularidades del caso ameritan algunas consideraciones desde una óptica algo diferente.
– I –
En primer lugar corresponde decir sin eufemismos que ambos anuncios presidenciales han sido, por lo menos, irresponsables.
La primera impresión que se tiene es que al presidente le resulta totalmente indiferente lo que pueda resultar del debate al que ha convocado, tanto respecto del contenido de la ley que vaya o no a votarse en el Congreso, cuanto de las consecuencias que la disputa dejará en una sociedad ya muy crispada y dividida.
El presidente ha manifestado además que dejará en libertad de acción a los representantes de su partido, lo cual pone en evidencia que éste carece de posición firme en materia de tanta importancia y gravedad y revela de tal suerte la parvedad de su coalición política.
En suma, al presidente sólo parece importarle el debate en sí, lo cual es definitivamente inmoral. El anuncio de que no vetará la ley, aunque ésta autorizare el aborto, es prueba cabal de que carece de convicción en materia tan grave. Y que su proclamación de estar a favor de la vida se resiente de absoluta ambigüedad, porque también los abortistas dicen defender la vida, aunque tan sólo la de la madre encinta.
Un debate – cualquier debate – en sí mismo considerado, no es bueno ni malo. Esa calificación dependerá de su contenido, no de las formas de la discusión, por educadas que fueren. ¿Habrá alguno dispuesto a ensalzar un debate nacional – eso sí, maduro y responsable – acerca de la conveniencia de legalizar la esclavitud bajo ciertas circunstancias?
Poner en discusión si se debe permitir la matanza de débiles e inocentes es en sí mismo horrendo. Y ello no puede cohonestarse diciendo que así ha ocurrido en otras sociedades. Finalmente, el contenido de los debates públicos sirve para mostrar el nivel de moralidad o inmoralidad, de pureza o corrupción, de dignidad o vileza de todo un pueblo, una civilización, una cultura.
Entre nosotros era éste un asunto que hasta no hace muchos años no existía como cuestión que reclamase ser planteada y resuelta. El consenso general era que se trataba de un crimen, y uno de los más siniestros o abominables. Pero ahora se nos dice que esto ha cambiado, que ya no es más así y, lo que es peor, que ello debe entenderse como síntoma de una evolución positiva.
¿Qué nos pasó? ¿Cómo es posible que tan luego en el mundo moderno – cuando se sabe lo que no se sabía antes, cuando la ciencia y la técnica nos permiten comprender (y hasta ver, percibir, tocar) el proceso de inicio de la vida humana – se haya llegado a que muchedumbres, e incluso personas formadas e inteligentes, reclamen el aborto legal seguro y gratuito como un derecho?
La respuesta a este interrogante admite varios abordajes, cuyo tratamiento integral excede los límites de una Declaración institucional. Nos limitaremos pues, a hacer unos pocos pero precisos enunciados.
– II –
Es importante tener en cuenta un hecho que en vano se procura disimular, cuál es que las posturas abortistas son apenas una parte de la expresión de una ideología, cuyo sustento básico es la afirmación de un supuesto – rectius, falso – principio de autodeterminación absoluta de la persona.[1] En otras palabras, esta ideología no es otra cosa que la consagración de la autonomía de la persona y del principio de inmanencia. Para ella el hombre no tiene una naturaleza a la que deba obedecer, sino que, en el mejor de los casos, se la construye a sí mismo, en un eterno hacerse y deshacerse, como ejercicio de una libertad sin normas ni contenidos, a no ser el de la misma libertad.
Ello implica la defensa – cuando no la imposición – del más extremo individualismo, que compele al Estado a reconocer el derecho de cada persona a hacer lo que le viniere en gana. Y no sólo a reconocer, sino a ayudar al individuo a lograr que hasta sus meros deseos, por absurdos o antinaturales que fueren, se conviertan en derechos.
Es prudente acotar que los derechos así generados y multiplicados por esta ideología, han concluido por devorar al Derecho.
Esta ideología, entonces, no se interesa por las soluciones que mejor se adecuen al ser y el bien del hombre, sino por las que mejor encajan con las propias ideas que ella se ha formado acerca del hombre y su conveniencia. El punto de partida del ideólogo no es la realidad (naturaleza) del hombre ni la realidad social, sino la idea que él, en una construcción puramente racional, se ha forjado acerca de lo que el hombre debe ser. El ideólogo, pues, convencido de lo maravilloso del esquema elaborado en el laboratorio de su mente, lo transformará en constituciones y leyes, aptas para los hombres y sociedades de cualquier época y condición. Y si los hombres y sociedades, en natural reacción, opusieran resistencia a esos desvaríos, el ideólogo no rectificará, sino que, aún más convencido, verá en esa resistencia un síntoma de imbecilidad o, cuanto menos, de incapacidad para entender la propia conveniencia, por lo que extremará el rigor, hasta conseguir someter la sociedad a los sueños de su razón, que, como en el aguafuerte de Goya, engendra solamente monstruos.
El orden social se corrompe, pues, cuando la sociedad deja de regirse por los principios que provee la naturaleza de los seres, y adopta otros fundados nada más que en las ocurrencias y caprichos de un pensamiento sin quicio alguno. No habrá pues doctrina al servicio del orden social, sino – insistimos – mera ideología.
El modo de acción empleado delata que se trata de una ideología. En efecto, primero se empezó a trabajar sobre lo más difícil, esto es, la realidad, las creencias, para cambiarlas, hasta lograr que gradualmente se fuera aceptando discutir lo que de por sí era indiscutible. De ese modo, con mucha constancia y con el uso inteligente de los medios masivos de comunicación, se ha procurado el ablandamiento del pensamiento y las conciencias. Luego vendría el momento de trabajar sobre las leyes.
Tal como ha ocurrido en otros lugares, la herramienta más utilizada para ese propósito ha sido el uso abusivo del lenguaje. Los ejemplos son conocidos: para eludir el reflejo negativo que despierta la palabra aborto, se habla de interrupción voluntaria del embarazo; y para no aparecer abogando por la licitud o permisión del aborto, se prefiere impetrar su despenalización. O se llegará al absurdo de sostener contra toda evidencia científica que el embrión no es un ser humano o al dislate filosófico de que tal vez lo sea pero que en todo caso no es persona o al brulote de que es un alien alojado en el vientre de una mujer libre para disponer de su cuerpo.[2] Esta deformación voluntaria y calculada del lenguaje, entre otros factores, ha llevado a que el aborto se haya ido instalando en el inconsciente colectivo como una cuestión más, limando el rechazo que instintivamente provocaba y generando un falso conflicto entre los deberes morales y la libertad de la persona.
Ello logrado, en una etapa posterior el lenguaje se va tornando cada vez más sentimental y agresivo. Por una parte se busca desautorizar a quienes no han sido debilitados por la propaganda ideológica, pero no por la refutación racional de sus argumentos, sino mediante adjetivaciones – insensibles, soberbios, dogmáticos, autoritarios, retrógrados, antidemocráticos – que induzcan a las masas a tenerlos como enemigos de la libertad. Por otra parte, aunque al mismo tiempo, comienza a presentarse el asunto – en el caso, el aborto – diciendo que la discusión no tiene más sentido, porque la cuestión ha quedado pacíficamente zanjada, ya que los opositores, además de trasnochados, son una ínfima minoría.
Por supuesto que esto no es cierto, pero el uso intensivo de la propaganda consigue que las mentiras pasen por verdades y que contingentes de indecisos, aunque no resulten convencidos, dejen por lo menos de oponerse.
– III –
Dicho lo anterior, la Academia del Plata sería infiel a los fines y el objeto que le fija su Estatuto, si dejara de denunciar con firmeza a los medios de comunicación de masas, por la actuación que están cumpliendo – con pocas excepciones – en esta encrucijada en la que artera y maliciosamente se ha querido colocar a nuestra patria.
Es un hecho evidentísimo, porque para negarlo habría que estar ciego y sordo a la realidad mediática, que todos los mecanismos de manipulación de la información y las conciencias, incluidos los más burdos, han sido y están siendo utilizados diariamente para favorecer la causa abortista y, por ende, el proceso de ideologización que la nutre. Ello resulta especialmente manifiesto en los medios audiovisuales, cuyo
único objetivo es el fomento de la estupidez y la grosería – que son verdaderos costos sociales – y cuya única contrapartida es el enriquecimiento de los empresarios del sector.
Los ejemplos son abundantes, pero como muestra basta con mencionar el tratamiento desigual que los medios dieron a las marchas – más de doscientas – de rechazo al proyecto abortista realizadas en todo el país el 25 de marzo y que convocaron a centenares de miles de personas, con el que dieron a la concentración pro abortista ocurrida en Buenos Aires cinco días antes.
Asimismo, no puede dejar de causar indignación en cualquier espíritu libre, constatar como esos medios de (des)información dan amplísima y casi exclusiva cobertura a cuanta declaración, comunicado o proclama a favor del aborto emana de multitud de oenegés, la mayor parte de ellas desconocidas – como también sus voceros e integrantes – por sus contribuciones a la cultura, la ciencia, la filosofía, el derecho u otras disciplinas honorables. Ello posibilita que datos completamente falsos – como el número de muertes de mujeres a causa de abortos provocados – o lisa y llanamente descabellados – como las elucubraciones que se hacen respecto del comienzo y la dignidad de la vida humana -, lleguen a las masas adornados con la credibilidad que misteriosamente dispensan a los medios de comunicación social.
Simultáneamente dichos medios silencian la dependencia ideológica y también material en que muchas de esas oenegés se encuentran con relación a instituciones y corporaciones extranjeras, ostensiblemente implicadas en la ejecución de políticas dirigidas al control poblacional de los países con bajo nivel de desarrollo. Como también ocultan el fenomenal financiamiento que tienen las campañas abortistas y otras generadas por la misma usina ideológica, cuyo origen fácilmente se detecta entre los órganos mundialistas y los grandes laboratorios multinacionales.
Puede señalarse como una paradoja, pero no deja de llamar la atención que los legisladores, políticos y dirigentes sociales más comprometidos en la defensa de los pobres y excluidos, sean también los más fanáticos propaladores de las políticas que buscan su exterminio, generadas y difundidas por nuevos colonizadores ideológicos.
– IV –
Los grandes de este mundo, los que rinden culto a la corrección política, los dueños de la opinión, los que envenenan los espíritus y, junto a ellos, una abigarrada cohorte que gusta acomodarse a sus dictados, realizan esfuerzos desmesurados para que hombres y mujeres, contra toda evidencia científica y el más básico sentido común, terminen admitiendo que el aborto no es un crimen.
Pese a todo ese esfuerzo, el hecho se impone por encima de cuantos eufemismos, sofismas y jitanjáforas se traen a cuento para negarlo, ocultarlo y hasta suprimirlo. El aborto es un asesinato, el más abominable de cuántos puedan cometerse. Y encarado masivamente, como con claridad se seguiría – al menos como posibilidad – de una ley en sentido material, pero ilegítima por antinatural, habilitaría objetivamente el juzgamiento ante cualquier tribunal internacional o meramente local de sus promotores, autores y ejecutores por los delitos de genocidio y/o exterminio, los que, conforme a convenciones internacionales que son ley para los argentinos, se consideran crímenes de lesa humanidad y, por lo tanto, imprescriptibles.[3]
No abundaremos en la demostración de este hecho porque, como advertimos al comienzo, ello ha sido magistralmente efectuado por las más ilustres academias e instituciones de nuestro país, desde ópticas muy variadas: científica, médica, jurídica, moral, política y religiosa, entre otras.
Ello no obstante, esta Academia cree poder agregar a cuanto ha sido dicho un par de argumentos.
En primer lugar, pensando en los abortistas más recalcitrantes, pero aún así no contaminados ideológicamente y por ende conservando al menos un resto de buena fe, parece indisputable que, una vez agotada toda la argumentación que intenta demostrar que el aborto deliberado constituye el asesinato de un ser humano, debe quedar como mínimo un resquicio de duda al respecto. En verdad resulta imposible concebir que, frente a evidencias y razonamientos cuya seriedad y fortaleza no pueden negarse, alguien – reiteramos – procediendo de buena fe, pero que piensa lo contrario, se rehúse a admitir la más pequeña porción de duda.
Pues bien, frente a la posibilidad por remota que fuere que el embrión o el feto resulten ser seres o personas humanas desde el momento mismo de la concepción, ¿puede ser legítimo acabar deliberadamente con esa vida? ¿No es la simple duda acaso un dato suficiente para abstenerse de segar la vida de un ser humano?
A esto dicho puede agregarse un dato más, que es producto de la experiencia con los seres humanos y de lo que ya empieza a verse en países que legalizaron el aborto años atrás.
Cuando esta clase de asuntos se plantea en el seno de una comunidad política, son muchos – tal vez la mayoría – los que piensan que una vez tomada la decisión, sea cual fuere, la cuestión queda zanjada y no se vuelve a ella.
Esto no es así, tanto si la pretensión de legalización fuere desestimada, cuanto si fuere aprobada. En la primera hipótesis, porque más allá del rechazo el aborto habría logrado tener estado parlamentario, lo que permitirá que año tras año se vuelva a tener el mismo debate que tanto emociona al señor presidente. En la segunda será todavía peor, y no solamente porque será terrible ver a los médicos transformados de dadores de salud en especialistas en el arte de matar y responsables de que aumenten trágicamente la mortalidad de criaturas inocentes y también – como viene ocurriendo en todos los países abortistas – la mortalidad materna, sino porque abrirá la puerta a injusticias y conflictos que harán la desdicha de muchas familias.
Si echamos una mirada superficial a lo ocurrido en la Argentina en el plano de las leyes civiles a partir de los años ’80, incluso el espíritu más liberal no dejaría de sorprenderse. Primero hicimos del matrimonio un yugo volátil, como lo llamara uno de los grandes juristas argentinos, hasta culminar en lo que parecía un punto de llegada: el divorcio vincular. Pero muy rápido se fue más lejos, hasta hacer del divorcio un trámite exprés, en el que dejó de ser relevante la culpa de uno u otro de los cónyuges y disolver el matrimonio ha devenido en algo mucho más sencillo que poner fin a un contrato de alquiler. Después vinieron el reconocimiento de derechos a los concubinos y – pese a la contradictio in terminis – el matrimonio entre personas del mismo sexo, para continuar con la legalización de la adopción de niños por esta clase de contrayentes y las fecundaciones extrauterinas. Todo lo cual, cuya índole perniciosa fue oportuna y reiteradamente señalada por esta Academia, no ha sido otra cosa que la implementación entre nosotros de la revolución sexual iniciada hace cincuenta años en los Estados Unidos y algunos países europeos, que es también fruto de la ideología a que nos hemos referido y cuyo propósito no ocultado por sus corifeos es generar un cambio radical en la constitución de la sociedad y la familia.
Así pues como el divorcio vincular, que hoy nos parece tan obvio, no fue un punto de llegada, sino el principio de un raudo proceso de abaratamiento del matrimonio e introducción de leyes aberrantes, ¿qué nos deparará la legalización del aborto, si llegare a lograrse?
Para contestar a este interrogante no hay que olvidar que la decisión ha sido la de convertir en un derecho el descartar la vida de las criaturas más frágiles del planeta. En fin, interrumpir un embarazo – como prefieren decir los defensores de ese derecho–, pero con la finalidad explícita, consciente y voluntaria de dar muerte al niño que se encuentra en un sitio que debiera ser el más seguro y confiable para su subsistencia.
Una vez alcanzado ese límite, todo se volverá posible. Y no hay que exigir mucho a la imaginación para vislumbrarlo, porque, como dijimos antes, basta con echar una mirada a los países que ya lo cruzaron.
Así como aquella revolución sexual nos va aproximando a la legalización de la pedofilia, el bestialismo y cosas aún peores, la del aborto dejará de ser gradualmente un acto voluntario, para ir convirtiéndose en un acto forzado.
¿Y cuándo ocurrirá eso?
Cuando la mujer embarazada advierta que no consigue trabajo o que la despiden precisamente por eso; o cuando los padres que conciben al tercer o cuarto hijo sean notificados por su obra social que no tendrán cobertura médica porque han resultado ser malos planificadores; o porque los análisis que fueron obligados a realizar revelaron que el hijo que esperan presenta algún signo de discapacidad.
La legalización del aborto, además, nos irá dejando sin argumentos para oponernos a la eutanasia, el suicidio asistido y la eliminación de los discapacitados o incapaces de ganarse el diario sustento. Regularizaremos la atrocidad del tráfico de los cuerpos de los niños abortados, cuyas células ya son usadas para la fabricación de cremas y ungüentos que embellecen el cutis de las mujeres. Llegará el tiempo en que la utilidad de la vida humana será medida por su productividad, fundada en estudios, cálculos y estadísticas que convencerán de la necesidad de descartar a ciertos indeseables.
No, el aborto no es un punto de llegada. Es el punto de partida hacia vicios y aberraciones cada vez peores. Y así llegaremos a tener la sociedad que tal vez no deseábamos, pero que hicimos cuanto fue posible para conseguir.
– V –
Para finalizar queremos llamar la atención sobre un hecho respecto del cual lo menos que puede decirse es que resulta muy extraño. Nos referimos a que se habría instalado en la sociedad una especie de consenso, casi un postulado, según el cual debe quedar excluido de este debate inmoral cualquier argumento religioso y toda referencia a Dios. En general ello se justifica diciendo que no se debe imponer a la sociedad una convicción particular.
Decimos que esto es extraño, porque ello ocurre en un Estado cuya constitución escrita se abre invocando precisamente la protección de Dios como fuente de toda razón y justicia y se obliga a sostener el culto católico apostólico romano. A ello se suma que todas las encuestas conocidas coinciden en que nueve de cada diez argentinos se declaran no ateos, sino creyentes en Dios.
Por su parte, la Academia del Plata quiere dejar claramente sentado que no se sujeta ni obedece a esa consigna grotesca, y que no podría hacerlo aunque lo quisiera.
Ello así porque de conformidad con su Estatuto, que la obliga como la ley misma y que todos sus miembros han prometido cumplir y hacer respetar, la ha organizado “como tal por ser una asamblea de científicos, literatos y artistas reconocidos por sus pares, que buscan la Verdad y su articulación con la Fe Católica, con el propósito de cultivar y promover todas las manifestaciones de las ciencias, las letras y las artes, y particularmente las que den testimonio del pensamiento católico en la vida cultural argentina.” (sic)
La pretensión, pues, de imponer a los argentinos – además de un debate indecente – semejante regla de exclusión, implica el ejercicio de una censura inadmisible, una suerte de terrorismo intelectual, cuya finalidad evidente es la demarcación del terreno para la discusión, despejar el camino para el desarrollo de la ideología perversa que promueve el aborto y obstaculizar cualquier acción orientada a la re-cristianización de la sociedad.
La batalla contra el aborto es una batalla contra el mal y la negación de Dios. Excluir a Dios de la vida, de la cultura, de la ciencia, trae ceguera espiritual, que es un mal grave. En cambio, la creencia en Dios permite discernir con claridad entre el bien y el mal.
El aborto es intrínsecamente malo y no alcanza para llegar a la médula de esa maldad decir simplemente que va contra la vida, como no alcanza tampoco con proclamar que se está a favor de la vida para definirse contra el aborto. El autor de la vida es Dios y cada ser humano es una creación irrepetible de Dios, como cree el 90% de los argentinos. Y no es ésta una cuestión solamente de fe, puesto que la razón muestra que la vida no puede ser producto de la casualidad ni tampoco de fuerzas de la naturaleza, ya que éstas tienen su origen en leyes cuyo origen o causa debe ser explicada. Todo esto conlleva, por lo tanto, que los abortistas, en último análisis, no van simplemente contra la vida, sino contra Dios, que es su único autor.
Sacar lo religioso, expulsar a Dios del debate por salvar la vida, equivale a encerrarse en uno mismo y en la ignorancia, negándose a contemplar la maravilla del ser creado. Pero obligar además a que todos hagan lo mismo, constituye otra aberración que se suma a la del aborto en sí, puesto que implica imponer a todos la ceguera espiritual.
Cuando Moisés presentó en el desierto a los israelitas las tablas de la ley que Yavé Dios le había entregado, les dijo estas palabras: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia.”[4]
Estas mismas palabras suenan todavía, dirigidas a nosotros, argentinos, a quienes en esta hora siniestra se nos empuja a nuevas peleas, a hacer más honda la grieta, sin ganancia alguna, sino al costo de la pérdida de nuestras mejores creencias.
Porque esa pérdida es ganancia perversa para los que accionan las usinas de nuestra decadencia.
Alicia Errázquin Ludovico Videla
Académica Secretaria Académico Presidente
[1] En la Declaración que dio a conocer el 7 de octubre de 2014, referida a la aprobación de un nuevo Código Civil y Comercial, la Academia del Plata ya había advertido acerca de la ideologización que opera en materia legislativa y judicial desde hace unos años.
[2] “Cuando se dice que el feto es <parte> del cuerpo de la madre, se dice una insigne falsedad, porque no es parte: está alojado en ella, mejor aún, implantado en ella (en ella, y no meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: <estoy embarazada>, nunca <mi cuerpo está embarazado>. Es un asunto personal por parte de la madre.” (Julián Marías, Sobre el Cristianismo, Planeta, Barcelona, 1997, p. 104).
[3] El art. 6 del Estatuto de Roma, por ejemplo, expresa que se entenderá por ‘genocidio’ cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo. Por su parte, el art. 7 establece que el “exterminio” comprenderá la imposición intencional de condiciones de vida, […] entre otras, encaminadas a causar la destrucción de parte de una población; […]. Se podrá argüir que en el presente estado de cosas en que se encuentra el mundo esto resulta improbable, pero ha de tenerse en cuenta que por la imprescriptibilidad de estas acciones lo que hoy no parece realizable mañana puede serlo.
[4] Dt.,30:19