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La familia y el niño: encrucijadas a 20 años de la Convención sobre los Derechos del Niño

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Conferencia del Dr. Jorge Nicolás Lafferriere en II Semana de la Familia en la UCA “El Derecho del Niño a crecer en Familia” A los 50 años de la Declaración de los Derechos del Niño y a los 20 años de la Convención sobre los Derechos del Niño

El tema de esta Semana de la Familia es “El derecho del niño a crecer en familia”. Sugestivo título, refleja una exigencia intrínseca de la justicia, que se presenta hoy con una evidente urgencia por la confluencia de complejas situaciones y acontecimientos que conmueven la estructura familiar y la organización social y política. En este sentido, esta intervención inaugural pretende realizar una aproximación a las encrucijadas culturales en que se encuentran el niño y la familia, a modo de introducción a los paneles que luego desplegarán una compleja y fascinante variedad de campos concretos vinculados con el niño y la familia.

La estructura de mi presentación será la siguiente: comenzaremos por una sintética referencia al clamor de la realidad, es decir, a los hechos que revelan las problemáticas más urgentes que afectan al niño y la familia. Luego, consideraremos las características que esta situación presenta en un contexto cultural de pensamiento “débil”, como marco de la Convención sobre los Derechos del Niño. En este sentido, analizaremos la Convención y sus interpretaciones, con especial referencia a las concepciones antropológicas que subyacen, para finalizar con algunas propuestas de claves para la común tarea de favorecer al niño en su derecho a crecer en familia.

1. El clamor de la realidad

La niñez se encuentra atravesada por nuevas y antiguas amenazas, que configuran un panorama que clama por un compromiso decidido y solidario por cada persona humana y por la familia. A continuación procuraremos realizar una sintética presentación de estas situaciones, en la convicción que, aún con el riesgo de incurrir en ciertas simplificaciones u omisiones, permite constatar con palmaria evidencia la urgencia del clamor de la realidad.

Un primer elemento que surge con dramática elocuencia se vincula con las gravísimas consecuencias de la pobreza sobre la niñez. Al respecto, las estadísticas del Barómetro de la Infancia de esta Universidad, elaborado por el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, son claras en señalar la existencia en nuestro país de miles de niños que presentan problemas para poder comer (2.497.640 según las mediciones de 2008), de los cuales 1.036.840 (9% del total) presenta un déficit severo (han experimentado hambre en muchas y/o varias ocasiones)1

En estrecha relación con los problemas alimentarios, encontramos que el derecho a la salud de los niños aparece comprometido por la extensión de la pobreza. Según el Barómetro de la Deuda Social de la Infancia mientras que en 2004 los problemas de cobertura de la salud a través de obra social, mutual o prepaga afectaban al 57,5% de la infancia urbana, en 2008 tal indicador es de 47,9%. Si bien el proceso denota una mejora, la situación es grave porque tal déficit de cobertura de salud afecta a aproximadamente 5.375.120 niños a nivel país, de los cuales 1.631.550 no tienen cobertura de salud y tampoco tienen un hospital cerca de su casa. Por su parte, la tasa de mortalidad infantil se ubica en 2007 en 13,3 cada 1000 nacidos vivos2.

En cuanto a los problemas de habitabilidad, si bien ha habido en los últimos años una evolución positiva, se registra en 2008 un 51% de niños con algún déficit de vivienda (hacinamiento, vivienda deficitaria, déficit de saneamiento o tenencia insegura), según los datos del ya citado Barómetro de la Infancia. La dignidad humana también está en juego en el problema del trabajo infantil, con sus múltiples rostros y problemáticas.

Junto con los problemas vinculados con las necesidades básicas, aparecen otros problemas de raíz cultural más profunda. En este sentido, pensemos en las dificultades que hoy se plantean en materia educativa. No sólo las referidas al acceso mismo a la educación y la prestación del servicio (la conocida disputa por los 180 días de clase) sino también las tensiones y conflictos que atraviesan el aula y que refieren a las rebeldías, el desconocimiento de la autoridad docente, las proyecciones educativas de los problemas afectivos, etc.

Además, junto con los déficit vinculados con condiciones de vida, se verifican otras situaciones de amenaza a derechos fundamentales que tienen su origen en iniciativas legales o acciones judiciales que se ordenan a privar a niños de sus derechos fundamentales. En este sentido, no podemos dejar de señalar que el derecho a la vida aparece comprometido por nuevas y poderosas presiones para eliminar a los niños con malformaciones o discapacidades severas. En aquéllos lugares que han despenalizado el crimen del aborto o incluso en que se verifican nuevas formas de infanticidio, este drama se presenta con particular evidencia.

Otros problemas culturales se vinculan con la irrupción de una sociedad de consumo que crecientemente orienta productos hacia los niños y los involucra desde la más tierna edad en una dinámica que privilegia el tener por sobre el ser y genera mecanismos de competencia y rivalidad, que no distinguen entre situaciones de riqueza o pobreza.

En el plano jurídico, el derecho de familia se ve conmovido por tendencias a otorgar legalmente una autonomía absolutizada que, paradójicamente, desconoce que la niñez y la adolescencia se despliegan en un marco de creciente inmadurez que retarda decisiones fundamentales, como el matrimonio o la vida laboral. Ello se verifica en la indefinición vocacional que padecen muchos jóvenes, de raíz en una inmadurez afectiva, y que también empobrece las relaciones personales y conlleva no pocas consecuencias en materia de salud para la vida familiar posterior.

Un campo de particular atención en nuestro tiempo es el referido a la educación Sexual, que se caracteriza por una visión marcadamente sanitarista, a partir de los programas de salud reproductiva y desgajada de valores humanos permanentes referidos al amor y la donación personal.

En este sentido, paradójicamente, el Estado se arroga el derecho a formar a los jóvenes para la ciudadanía, pero al hacerlo enfatiza sesgadas visiones ideologizadas en materia política, que conducen a formas de opresión totalitaria de las conciencias. El caso español es paradigmático en este sentido.

La crisis de la familia presenta no poca influencia sobre la vida misma de los niños, como es evidente. Tal crisis constituye, sobre todo, una crisis moral de hondas raíces espirituales, que sobre todo se origina en un eclipse del valor de cada vida humana y del sentido mismo de la vida humana. En efecto, al amparo de un humanismo inmanentista o de un nihilismo radical, el hombre que pierde la dimensión de un Dios Padre, pierde también el sentido de su prójimo como un “otro” con el que relacionarse en justicia y amor y se deja penetrar por una visión materialista que, aún cuando no sea de manera consciente, reduce a la persona a un objeto de consumo o de dominación.

Los desafíos para la niñez que surgen de las nuevas condiciones familiares también se vinculan con el trabajo de los padres y la necesidad de buscar nuevas y creativas maneras de conciliar maternidad y paternidad con el trabajo, desde entornos laborales amigables hacia la familia, no sólo por el bien de los padres, sino sobre todo por bien de los niños.

Una problemática de particular urgencia es la de los niños y el crimen. Junto con una explotación de niños para el delito organizado, también constatamos con dolor que algunos jóvenes orientan su vida hacia conductas dañinas para la sociedad, que lesionan graves bienes jurídicos.

De la mano de una crisis moral grave, crece el abominable crimen de la trata y abuso de niños, potenciada por estilos de vida consumistas y hedonistas que aparecen legitimados por un relativismo vacío y pernicioso que, con coartadas falaces, legitima evidentes y graves atentados contra la dignidad de la persona, particularmente de las mujeres y las niñas.

Las perspectivas abiertas por las biotecnologías y en especial su aplicación a la procreación humana, también abren grandes interrogantes sobre los peligros que una manipulación genética indebida acarrea para la persona por nacer, ya sea por la fijación deliberada y arbitraria de sus características, como por la sistemática eliminación de los embriones considerados “no aptos” por medio de “controles de calidad” que en nada se compadecen con la igual dignidad de cada persona humana.

También en la iniciación de los niños y adolescentes en la drogadicción y el alcoholismo se presenta como una problemática muy seria y que compromete a masas de jóvenes en su futuro.

Por su parte, los niños con discapacidad reclaman un trato justo de acuerdo con su dignidad personal, trato que se exprese en la exclusión de toda discriminación y en medidas positivas de integración social, cultural, laboral y educativa.

No menor influencia en esta situación cultural tienen los medios masivos de comunicación. En efecto, así como han sido generadores y transmisores de cultura y han ayudado a la formación de los niños, también es cierto que existen nuevos y graves mensajes que dañan a los niños en su inocencia y los introducen en mentalidades corruptas, que nada tienen que ver con los verdaderos anhelos del corazón humano, con graves consecuencias.

Sin pretensiones de abarcar toda la realidad, este bosquejo de situaciones ofensivas de la dignidad del niño tiene por finalidad recordarnos que estamos ante una dramática y muy compleja realidad, que clama al cielo y que nos interpela a un sostenido compromiso.

2. Los instrumentos internacionales sobre la niñez como respuesta

En este contexto, quisiera llamar la atención sobre algunas notas de esta situación cultural que clama por la niñez.

En casi todas las situaciones señaladas subyace una voluntad de buscar el bien de los niños, lo mejor para ellos, su felicidad. Este tensión hacia el bien sorprende en medio del creciente relativismo que domina la cultura. En efecto, salvo  en algunos contados casos, cuando se trata de problemas vinculados con la niñez, pareciera existir un común compromiso por aproximarse a la niñez buscando el bien, lo bueno, lo justo, lo debido. A nadie se le ocurre cuestionar que se pretenda la prohibición del trabajo infantil o que se quiera prevenir el consumo de drogas en niños o que se quiera evitar que los niños sufran abusos, maltratos o todo tipo de explotación.

En definitiva, existe amplio acuerdo en reconocer que

“la niñez, en general, en modo alguno puede modificar o mejorar su situación jurídico-personal por sí sola. Su propia incapacidad natural en razón de la edad, requiere que sus representantes y gestores sociales profundicen el análisis y aplicación de principios éticos y jurídicos para su desarrollo, como así también el conocimiento y aplicación práctica de leyes como la Convención sobre los Derechos del Niño, para lograr el amparo de sus derechos”3.

De alguna manera, la Declaración de los Derechos del Niño de 1959 y la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 son expresión de esta común preocupación por la niñez.

Sin embargo, las inconsistencias de los adultos se proyectan en tal búsqueda del bien y el niño queda preso de una contradictoria aproximación, que le señala que la vida debe ser para servir a los demás, pero recibe contradictorios mensajes sobre el consumismo. O se quiere desalentar la trata de niñas, pero no se dice nada sobre los mensajes que envían los medios de comunicación social exaltando a las niñas en todo lo relacionado con el cuidado de su cuerpo, que se convierte en mercancía sin referencias morales objetivas.

El compromiso por los niños conlleva una exigencia de coherencia entre las palabras y las acciones, entre las Declaraciones y los programas concretos, coherencia que no sólo se debe verificar a nivel institucional sino también a nivel social y sobre todo personal.

Entiendo que, tal exigencia de coherencia responde, en última instancia a la unidad de la persona y la realidad, unidad que no puede ser fragmentada en sus múltiples aspectos sin graves consecuencias para cada niño concreto. En este sentido, no pocas dificultades se han planteado con motivo de las diferentes concepciones antropológicas subyacentes en la aplicación de estos instrumentos internacionales. Al respecto, en el centro de nuestra intervención se encuentra la intención de llamar la atención sobre la centralidad de la cuestión antropológica para abordar las problemáticas del niño y la familia. Esta centralidad ha sido recientemente señalada, para la cuestión social en general, por el Papa Benedicto XVI en la encíclica Caritas in Veritate (cf. n. 75).

3. Las concepciones antropológicas subyacentes en la aplicación de la Convención

a) Los derechos del niño desde la exaltación de la autonomía

Dos claras tendencias se verifican en relación a la interpretación de los derechos del niño. Por un lado, algunos enfatizan con radical individualismo la autonomía personal, de modo que los derechos del niño se conciben como progresivas exigencias de liberación y de absolutización de la voluntad del niño para que se emancipe de su familia.

En ciertas visiones dialécticas, el niño es munido de derechos para “enfrentar” a su familia y a la misma sociedad. De alguna manera, estas interpretaciones han sesgado los derechos del niño, para concebirlos en clave de autonomía total que desgaja al niño de la familia. Paradójicamente, como el niño siempre está necesitado de cuidados y protecciones especiales, es el Estado el que en estas mismas interpretaciones tiende a ocupar el lugar de la familia en la promoción y cuidado de los niños.

Es indudable que en la vida de un niño, la maduración señala un camino de progresiva libertad y responsabilidad, donde se despliega la personalidad en un crecimiento en que el niño al tiempo que crece físicamente, también lo hace intelectual, afectiva y espiritualmente. Ahora bien, la autonomía, como valor radicalmente exaltado, enfatiza un reclamo unilateral de emancipación del niño frente a la autoridad de los padres que, cuando se escinde de esa dimensión de madurez personal progresiva, se convierte en un instrumento de manipulación del niño en función de otros intereses, ya sea de consumo o de ideológico adoctrinamiento.

Paradojalmente, la autonomía como valor supremo crece en contextos donde se afirma que hoy las personas tienden a madurar más tardíamente y en que la adolescencia se prolonga. Por eso, cabe preguntarse si los discursos que enfatizan la autonomía como el valor fundamental para interpretar las declaraciones de derechos del niño, no terminan dejando al niño munido de derechos pero mucho más solo ante decisiones trascendentales y para las que no está auténticamente preparado.

Con toda lucidez denuncia Catalina E. Arias de Ronchietto una huida de los padres de sus responsabilidades, que aparece facilitada por ciertas normas jurídicas que no resguardan el verdadero derecho del niño:

“Las leyes deben resguardar lo que naturalmente es mejor y anterior a ellas: para el niño no hay mejor ámbito, ni al que tenga más derecho que a ser emplazado en la vida en comunión con sus padres y familiares. La variedad de derechos que con rango constitucional se procura concederle en compensación, sólo es tal. Indudablemente es necesaria, es justa, la protección efectiva del menor en desamparo familiar, pero es desacertada la pretensión de centrar el derecho de familia en el niño “para garantizar su bienestar” y al mismo tiempo, propiciar la legalización de situaciones que facilitan la huida de los adultos del deber de responderles como responsables de su existencia. ¿…O se pretende que es a la inversa?”4.

Por supuesto que se verifican dramáticas situaciones familiares en las que la violencia, los abusos o los maltratos vulneran la dignidad personal de los niños y en la que son necesarias medidas extraordinarias que salvaguarden esa dignidad personal, incluyendo la exclusión de los padres. Pero lo dramático es que algunas interpretaciones de los instrumentos internacionales tienden a generalizar las soluciones y a introducir mecanismos de conflicto jurídico en familias donde se respeta la dignidad de cada uno, vulnerando así la autoridad de los padres.

Complejos factores inciden en esta concepción de los derechos que exalta la autonomía, entre los que cabe mencionar: la concepción antropológica, la idea del derecho como mera facultad subjetiva, un cambio cultural que exalta la libertad humana escindida de la Verdad.

b) Los derechos del niño en la perspectiva de la persona y la familia

En cambio, desde otra perspectiva, los derechos del niño son interpretados en una adecuada y armónica concepción de la persona y la familia. En efecto, una armónica y razonable interpretación de la Convención sobre los Derechos del Niño lleva a reconocer la importancia de la familia para el desarrollo pleno y armonioso de su personalidad (cf. Preámbulo CDN). También en el preámbulo se reconoce que “la familia, como grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños, debe recibir protección y asistencia necesarias”.

A modo de ejemplo podemos mencionar que tanto el artículo 3 como el artículo 5 indican que los Estados Partes respetarán las responsabilidades, los derechos y los deberes de los padres, el artículo 9 dispone que dichos estados “velarán por que el niño no sea separado de sus padres contra la voluntad de éstos” y el artículo 18 reconoce que “incumbirá a los padres, o en su caso a los representantes legales la responsabilidad primordial de la crianza y el desarrolo del niño. Su preocupación fundamental será el interés superior del niño”.

Esta centralidad de la familia no significa menoscabar ni suprimir la dignidad personal del niño. Por el contrario, es la mejor manera de tutelar tal dignidad, es la respuesta proporcionada y debida al niño, justa, es su derecho primero y fundamental.

En definitiva se trata de hacer primar una visión personalista de los derechos del niño, que supere al individualismo radicalizado que deja al niño sólo con sus derechos y en conflicto con sus seres más cercanos o una visión colectivista que someta al niño como mecanismo de un engranaje social que ignora su dignidad personal.

El personalismo, ontológicamente fundado, reconoce la eminente dignidad personal presente en el niño desde su concepción en virtud de la cual se abre una doble perspectiva: por un lado, la promoción de cada persona humana en su unicidad y potencialidad, desde la identidad que es propia; por el otro, la relacionalidad, exigencia intrínseca de la sociabilidad de la persona, que evita el individualismo y supone que la persona está abierta a los otros, en relaciones que no son de mero interés ni de conflicto, sino que expresan la común vocación a la vida social para la realización del bien personal y común.

Persona es el término que mejor expresa esta dinámica de permanencia y despliegue que es inherente al ser humano. Es significativo, al respecto, que en el Preámbulo de la CDN se reconozca “que el niño, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, debe crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión”.

Y una ulterior reflexión sobre esta centralidad de la “persona” y la familia: la necesaria referencia y recuperación del principio de matrimonialidad como fundante de la familia. En efecto, el término persona como designación que denota la eminente dignidad del ser humano, refiere tanto a la individualidad como a la dimensión relacional, que se expresa sobre todo en la apertura a la comunión entre varón y mujer para formar una comunidad de toda la vida abierta a la transmisión de la misma vida humana. Esta comunidad de vida se plasma, por exigencia intrínseca de la justicia, en el matrimonio, como acto jurídico que consagra la mutua donación de los esposos, en la fidelidad y la asistencia mutua.

El principio de matrimonialidad tiene la máxima importancia para la vida de los niños, por la estabilidad que ofrece el matrimonio, garantizada por un compromiso jurídico asumido públicamente ante la comunidad, único título que justifica el correspondiente y proporcionado apoyo, reconocimiento, tutela y respeto que la propia comunidad social y política debe a la familia.

Lamentablemente la política legislativa ha realizado una profunda tarea de erosión del matrimonio, por no decir de destrucción, ya sea por la introducción de la dinámica del divorcio cuanto por la progresiva legalización de las uniones de hecho y aún más por la transformación de los derechos del niño para escindirlos de la familia fundada en el matrimonio.

En este último punto me refiero concretamente a la ley 26.061 de Protección Integral de los Derechos de las niñas, niños y adolescentes, que prácticamente abandona la idea de familia y adopta la noción de “centro de vida”, disponiendo, en el marco de la tutela del “interés superior del niño” que se debe respetar su centro de vida, al que define como “el lugar donde las niñas, niños y adolescentes hubiesen transcurrido en condiciones legítimas la mayor parte de su existencia” (artículo 3 inciso f).

Lo denuncia con claridad Úrsula Basset:

“Hay un problema de paradigma. El paradigma familiar era el matrimonio. (Y sabemos que el paradigma es causa eficiente de la conducta social). Ahora el paradigma es el “centro de vida”. Este neologismo, deliberado, suprime la mención de la familia. Obsérvese que la ley tampoco se refiere al concepto de familia. Aniquila la idea de familia para introducir una reforma lingüística, un neologismo jurídico. La ley define “centro de vida”. Este centro de vida puede no ser la familia. El nuevo paradigma procesal es un sitio que está constituido por una pauta temporal: la duración en la residencia. Que este criterio se usara en supuestos de emergencia era atendible y bueno que se convierta en la regla parece peligroso”5.

En estas interpretaciones, se tiende a desvirtuar la familia y desalojarla de su lugar central en la vida del niño, sembrando sospechas y desconfianzas que sólo abren camino a un Estado totalitario que avanza sobre el niño como individuo que queda desguarnecido e indefenso. Quizás por estas razones, el Santo Padre Benedicto XVI ha insistido en sostener que, entre los valores no negociables que se desprenden de la dignidad de la persona y la ley natural, se encuentran “el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas”6. No es casual ni arbitrario que la libertad de educación de los hijos haya sido incluida como un valor no negociable y que reclama respeto. Se trata de un principio fundamental y permanente, pero que hoy adquiere renovada relevancia por la irrupción de nuevas amenazas.

Creemos que el personalismo, ontológicamente fundado y abierto a la relacionalidad de la familia fundada en el matrimonio, es la perspectiva bajo la cual debemos leer la Convención sobre los Derechos del Niño, que en su preámbulo reconoce que “la familia, como grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños, debe recibir protección y asistencia necesarias”, no sólo por una conveniencia estratégica, sino porque es la que refleja una interpretación armónica, tutela mejor el bien del niño y de la familia y responde a las exigencias de los principios fundamentales de la ley natural.

4. Dos casos concretos

Sería muy extenso referirse en detalle a todas las disposiciones de estos instrumentos internacionales sobre la niñez. Aquí presentamos algunos tópicos en los que se verifica con palmaria evidencia esta tensión entre las formas de interpretar la Declaración y la Convención:

a) El niño por nacer. Es conocida la declaración interpretativa formulada por la Argentina en el sentido que niño se entiende a todo ser humano desde la concepción. Esta reserva se efectuó al aprobar el Congreso el tratado por la ley 23.849, que integra el bloque constitucional según la interpretación mayoritaria a partir de lo dispuesto por el art. 75 inc. 22 de la Constitución Nacional. Pero es importante destacar que la Declaración de los Derechos del Niño de 1959 sostiene que el niño necesita protección y cuidados especiales, “tanto antes como después de su nacimiento” (Preámbulo) y en el principio 4 se sostiene que se le deberán proporcionar, “tanto a él como a su madre, cuidados especiales, incluso atención prenatal y postnatal”. Estas referencias suelen ser olvidadas y configuran valiosos antecedentes en un aspecto de no menor importancia al momento de los debates públicos sobre niñez. Benedicto XVI sostuvo en enero de 2009 ante el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede: “los seres humanos más pobres son los niños no nacidos”. Al respecto, debemos rescatar la unidad y continuidad vital del proceso de la vida desde la concepción, sin manipulaciones ni arbitrarias distinciones que sólo terminan dejando a a los niños en algunas etapas de su vida desprotegidos y a merced de las decisiones de los más fuertes.

b) El niño, la sexualidad y los derechos de los padres. Quisiera llamar la atención sobre un tema de gran debate público y sobre el que se producen paradójicas situaciones: la educación sexual. Al respecto, muchas iniciativas de educación sexual afirman que existe una suerte de “ignorancia” por parte de los adolescentes y jóvenes sobre aspectos básicos de la sexualidad, pero constatan cómo estos jóvenes viven una sexualidad desenfrenada, sin valores, con “graves problemas” como el embarazo adolescente o la promiscuidad. Así, para responder a estos problemas, se promueven formas de vivir esta dimensión humana que acentúan más los problemas que se afirma querer solucionar.

Atrás quedaron los tiempos del “destape” y de la “liberación sexual”, en que se exaltaba una supuesta libertad sin límites para elegir la vida sexual sin el “yugo” de visiones supuestamente “moralizantes” que oprimían al varón y la mujer y reprimían sus “pasiones”. Me animo a sostener que hoy vivimos las secuelas de esta supuesta “liberación”, que lo único que hizo es dejar al hombre más solo, incitando a los jóvenes a una vida desenfrenada, sin límites, casi “obsesionada” por el placer. Muchos son los ejemplos de esta dramática situación. Basta ver el tono que asumen la mayoría de las comedias y novelas que nos proponen los medios de comunicación para verificar la existencia de una realidad nueva, distinta, pobre en valores, sedienta de amor auténtico, cansada y saturada de lo corpóreo.

Además, las propuestas de educación sexual se caracterizan por un énfasis en lo “organizativo” y lo “estructural”, junto con un enfoque marcadamente sanitario, como si mágicamente la concurrencia a clases de “educación sexual” fuera a solucionar tan graves problemas sociales. Si bien se habla de “valores” o “contenidos axiológicos”, no se precisa en casi ninguno de los proyectos a qué “valores” se hace referencia. En general, se abunda en estadísticas y detalles sobre edad, costumbres y otras características de las vidas de los jóvenes en relación a la sexualidad, pero en tal enumeración, se asumen como perfectamente normales comportamientos que no se condicen con la verdad sobre la persona y la sexualidad. Es más, ante situaciones que se anuncian como “problemáticas” o “graves”, las iniciativas tienden a hablar de lo poco preparado que están los formadores para asumirlas, sin advertir que, quizás, el problema de fondo está en esas conductas en sí mismas y no tanto en los educadores.

Ante estos planteos, creemos que sólo la propuesta de la verdad sobre la persona, la sexualidad y la familia, a la luz de una antropología que reconozca valores morales objetivos, puede responder a una realidad dramática e interpelante. La familia, y concretamente los padres, son los responsables primarios e insustituibles en el proceso formativo y, con mayor razón, en la educación sexual. La paternidad y la maternidad conllevan un deber de educar, acompañando a los hijos en su proceso de crecimiento y maduración, generando las condiciones para una vida afectiva sana y madura, responsable, dueña de sí, que se relaciona con los demás desde la gratuidad propia de la dignidad personal, que no busca el propio interés sino siempre el bien del otro. En esta perspectiva, la educación “sexual” no será una mera instrucción biológica, sino que será la formación del corazón humana para la realización de la única vocación al amor, ya sea en la entrega generosa de sí en la consagración como en la unión esponsal. Un amor capaz de la entrega de sí, fiel, generoso, fecundo, casto. Un amor que no busque su propia satisfacción, sino el bien del amado.

5. A modo de conclusión

Lejos de considerar estos desafíos planteados por la infancia como agobiantes responsabilidades de las que es mejor librarse para poder vivir “cómodamente” en el mundo de los adultos, debemos descubrir que, en los desafíos que se presentan a los niños estamos nosotros mismos implicados, en una perspectiva que nos interpela y en la que no podemos limitarnos a “cumplir” exteriormente con ciertos mínimos.

¿Quién se hace cargo del niño? No nos es lícito dejar al niño munido de muchos derechos, pero librado a su suerte. Es necesario reforzar el derecho del niño a crecer en la familia.

El compromiso se concreta en realizar las exigencias de la justicia, vivificada por la caridad. Al respecto, la familia es el lugar por excelencia para realizar la ardua síntesis entre derecho y caridad, como lo propone Francesco D’Agostino:

“…volver a reestablecer reflexivamente la ardua síntesis entre derecho y caridad, con la conciencia de que ésta no niega a aquel, sino que lo presupone y conduce a plenitud; de ahí la necesidad hermenéutica de pensar en la familia como en aquella estructura en que la ley asume las modalidades del amor y en la que el amor se objetiva –se torna real- gracias a las modalidades de la ley”7.

Criar y educar para la libertad y la responsabilidad de acuerdo con la dignidad de la persona. Ese es el gran desafío que tenemos por delante.

1 TUÑON, IANINA (Directora), Barómetro de la Deuda Social de la Infancia. Argentina 2004-2008: Condiciones de vida de la niñez y adolescencia, Buenos Aires, Fundación Universidad Católica Argentina – Fundación Arcor, 2009.

2 Fuente: Dirección de Estadísticas e Información en Salud del Ministerio de Salud de la Nación (www.deis.gov.ar – último acceso: 11-8-09).

3 MOLINA, ALEJANDRO, “La Convención sobre los Derechos del Niño en el contexto de la realidad americana y local. Perspectivas y esperanzas de una sociedad más justa”, Buenos Aires, El Derecho, 172-772.

4 ARIAS DE RONCHIETTO, CATALINA E., “La tutela por afinidad respecto de los hijos de anterior unión. Oposición ético-jurídica al empleo de la designación “familias ensambladas” en el derecho de familia”, Buenos Aires, El Derecho, Tomo 233, 16/06/2009, nro 12.275.

5 BASSET, ÚRSULA, “La inveterada costumbre de legislar inconstitucionalmente. El reciente ejemplo de la ley 26.061 y sus inciertos decretos reglamentarios”, Buenos Aires, El Derecho, 217-949.

6 BENEDICTO XVI, Exhortación Apostólica post-sinodal Sacramentum Caritatis, 22 de febrero de 2007, n. 83, en http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/apost_exhortations/documents/hf_ben-xvi_exh_20070222_sacramentum-caritatis_sp.html (último acceso: 5-7-09)

7 D’AGOSTINO, FRANCESCO, Elementos para una filosofía de la familia, Traducción de Tomás Melendo Granados, Madrid, Rialp, 1991, p. 55.