Se plantea en nuestro país una liberalización del aborto provocado mediante la aprobación de una ley de plazos que sustituya a la despenalización en determinados supuestos vigente actualmente. El debate planteado se centra en la cuestión de la autonomía de la mujer para decidir. ¿Puede la madre – u otras personas, incluidos el médico y la sociedad – decidir por el feto?
No son los datos estadísticos o los análisis sociológicos las herramientas que nos clarificarán que postura tomar. Esto sería una forma de falacia, al pasar de lo que se realiza habitualmente al plano de lo que se debe hacer. Para afrontar esta pregunta se requiere de una trans-disciplina como lo es la bioética ya que permite analizar una decisión tan extrema como el aborto, y de la cual resultarán afectadas personas y la sociedad en su conjunto.
A los médicos, en nuestra formación de grado, se nos enseñan principios básicos que se encuentran reflejados en la mayoría de los códigos deontológicos vigentes: a) autonomía, b) beneficencia, c) no maleficencia y d) justicia. Los cuatro están a un mismo nivel y resultan de suma utilidad para la resolución de problemas como el aquí planteado, permitiéndonos adaptar las decisiones médicas a diferentes puntos de vista, incluso ante antagonismos de credo o religión.
El principio de “no maleficencia” es el más antiguo de todos; incluso ya se encontraba en el Juramento Hipocrático. En el campo de la asistencia sanitaria y de la investigación con seres humanos se trata de minimizar el daño potencial, de buscar siempre que la tarea de curar no provoque daño a otros. Son ejemplos no matar, no causar dolor o sufrimiento, no incapacitar, no ofender, no privar a otros de los bienes de la vida. La beneficencia es también un principio que se remonta a la antigüedad. Se refiere a maximizar el beneficio potencial de una intervención médica. Está íntimamente vinculado con la no maleficencia.
Nunca el médico puede matar por acción u omisión. Es una falta grave no solo ética, sino fundamentalmente a nuestros códigos deontológicos. Esto aplica tanto en la eutanasia como en el aborto en donde último existe una desproporción entre los límites de la intervención médica sobre el embrión y los resultados obtenidos. Se priva al embrión del mayor bien que es la vida y se convierte en un acto profundamente maleficente para con él.
Todos somos sujetos de dignidad e iguales, y la estima de sí es moral cuando no es ególatra, y reconoce a los otros como sujetos dignos. Tanto la mujer como el feto son seres humanos dignos. Y la dignidad, como cualidad esencial, no admite un más o menos como en una comparación matemática. La madre que aborta a su propio hijo comete un acto maleficente contra sí misma al generarse una pérdida irreparable en su propia dignidad moral como persona. Y tampoco es un acto de beneficencia para con ella, pues rompe cualquier ideal de propuesta ética de una vida feliz.
Deseamos ser felices, disfrutar de una vida que vale la pena ser vivida, lograda, realizada, en un proyecto de autorrealización. Acorde con ese deseo está la estima de sí mismo, psicológica (autoestima) y moral (autoconfianza), que no sólo se trata de constatar nuestras capacidades sino también de tener una conciencia lúcida de las propias limitaciones. Una vida plena, lograda, realizada es aquella que alcanza unos niveles de excelencia externos al sujeto: el genio científico, el rico empresario, el médico exitoso, el deportista de élite, la actriz independiente y triunfadora, realizan plenamente su vida, en ese aspecto de su actividad, pero no quiere decir por eso que sea realizada en todo, en su vida familiar, afectos, ideales, etc. Es cierto que en el caso de la mujer con un embarazo no deseado, este nivel de excelencia externa puede estar muy afectado, en el presente o en el futuro, con una plenitud a medias. Sin embargo, desde un sentido más profundo, una vida realizada es aquella en la que hay concordancia entre lo que acabamos haciendo y siendo, y los ideales que nos marcamos desde las potencialidades que tenemos, incluyendo las personales y las que nos aportan los demás gratuitamente. Esta sería una vida lograda con niveles de excelencia internos, y a esta autorrealización estamos todos llamados, también la mujer con embarazo no deseado. Esta, al poner por delante la beneficencia de su hijo y no consentir un acto claramente maleficente contra él, incluso por encima de lo que pueda presentarse como beneficencia inmediata para ella, despliega todo el potencial del ser mujer, más allá de las limitaciones circunstanciales que puedan agobiarla.
Por otro lado, la sanción de esta ley también sería maleficente para con los médicos, fundamentalmente dentro del sistema público de salud, ya que ejercería aún más presión social sobre ellos al “encargarles” la realización de una tarea que el resto de la sociedad no se atreve tan solo a mirar. ¿O acaso los medios de comunicación proyectan imágenes de los diferentes tipos de aborto con la misma frecuencia con la que se expone el tema?
La autonomía es un concepto introducido por Kant en la ética. Etimológicamente significa la capacidad de darse a uno mismo las leyes. En la ética Kantiana el termino autonomía, tiene un sentido formal, lo que significa que las normas morales le vienen impuestas al ser humano por su propia razón y no por ninguna instancia externa a él. En Bioética tiene un sentido más concreto. Implica la libertad de acción de una persona de acuerdo con su propio plan de vida; su capacidad para tomar decisiones personales. Su respeto resguarda el derecho del paciente a la libertad para tomar decisiones sin el control y ni la injerencia de otros. Para hacer posible esta facultad, el paciente necesita ser capaz y contar con la información adecuada, y sobre todo al momento de tomar decisiones en lo referente al propio cuerpo, a la atención de salud, y en torno a la vida y la muerte.
Pero esta concepción de la autonomía es bastante pobre, pues queda como único referente la decisión sin coacción, cuando todos tenemos la experiencia de haber decidido de modo autónomo por algo que no nos conviene, y que después nos provoca remordimientos y que va en contra de nuestros valores más fundamentales. El liberalismo más extremo del pretendido derecho de abortar de la madre, en virtud de su autonomía, independientemente de los datos de la embriología y la reflexión antropológica sobre el embrión, olvida que este principio no es ilimitado; que es parte de la libertad responsable del ser humano que sabe que debe actuar respetando la libertad de los demás, aunque ello le limite o le ocasione un problema, y que sabe también que debe actuar conforme a su propia dignidad de persona. Esto le obliga moralmente a cuidar y respetar los bienes básicos que conforman su dignidad: la vida, la salud, la conciencia propia y de los demás.
La afirmación de una libertad absoluta llevaría a la negación de la propia libertad. La libertad y la autonomía no implican realizar siempre lo que uno desea, lo que a uno le gusta o lo que ve que le conviene, pues éstas remiten siempre a la dignidad del ser humano que debe guiar su actuar como persona. Ya en el siglo V, el filósofo de Hipona en su carta a Proba, cita palabras de Cicerón que arrojan luz sobre esta cuestión: “Hay algunos que no son filósofos, pero que siempre están dispuestos a discutir, que afirman que son felices todos los que viven como quieren. Esto es falso, porque querer lo que no conviene es lo más miserable que hay, y no alcanzar lo que quieres no es tan triste como querer conseguir lo que no conviene”
La fuerza que se le otorga al principio de autonomía en la legislación propuesta afecta la relación médico-paciente, convirtiéndola en una relación de tipo mercantil, en la que el médico ofrece sus servicios a elección de la paciente. Y es en pro de esa autonomía, y fomentando un individualismo extremo, que se avala legalmente la posibilidad de que la mujer atente contra su propia integridad e incluso contra su propia vida. Todos lo sabemos, y aún más los médicos, que ningún procedimiento es absolutamente “seguro”, exento de complicaciones, incluso los practicados de forma “legal”.
El embarazo no deseado puede presentarse como una limitación fuerte de la libertad, en un primer momento. Todos en algún momento, pero de modo especial la mujer que atraviesa esta situación, debemos reescribir nuestra vida; nuestros horizontes e ideales. Todos tenemos limitaciones, y existen ocasiones en que se nos presentan de modo más fuerte. Y todos deberíamos enfrentarlas con la ayuda de los demás, no en soledad. La mujer con embarazo no deseado no solo debe tener la ayuda de todos los profesionales que le atienden, sino de su pareja o esposo, de sus padres, e incluso de la sociedad entera que deberá suplir de algún modo si fallan los anteriores.
Nuestros proyectos de realización, autónomos, no son estrictamente individuales, o por precisar mejor, individualistas. La apertura a los otros es precisamente lo que nos construye moralmente y posibilita la realización personal. La acogida equilibrada del otro, la solicitud, la compasión, su respeto y reconocimiento son fundamentales en nuestra propia construcción moral. Y esto no se presenta siempre en nuestra sociedad. Por ello la decisión de la mujer frente al aborto puede presentarse de modo más complejo, sobre todo por presiones de su compañero a abortar, o de sus padres cuando es menor de edad, o bien por la mentalidad social de rechazo a la madre soltera; formas actuales de violencia contra la mujer olvidadas por algunos legisladores.
Por último, el principio de justicia, el más reciente en la ética médica, recoge la necesidad de la imparcialidad y la equidad en la asistencia sanitaria. Frente a esta supuesta independencia de la paciente que decide, muchas veces nos encontramos en situaciones de desigualdad de recursos, injusticias en el acceso igualitario a los cuidados de salud, grandes diferencias entre la medicina pública y la privada, y fuertes desigualdades entre las pacientes muy bien informadas y aquellas con una muy baja educación sanitaria. Estas situaciones también provocan argumentos favorables a la legalización del aborto, para que no existan diferencias sociales entre ricos y pobres. Sin embargo no podemos mantener la idea de que en el ámbito de la salud privada la paciente sería autónoma, mientras que en la salud pública quedaría restringido al ámbito de la beneficencia y la justicia. Este planteamiento sería radicalmente injusto, fundamentalmente con aquellas mujeres más vulnerables socialmente. Todas las pacientes son autónomas, ricas y pobres.
Por otro lado, la mujer con un embarazo no deseado debe también tener en cuenta los justos derechos del no nacido aún. Al no respetar la vida del hijo comete una injusticia con su hijo. Esta es la raíz más profunda del gran desequilibrio personal que provoca el aborto en la mujer. Y no se trata de un posible remordimiento desde sus convicciones religiosas o ideológicas, sino de la conciencia cierta de haber cometido una injusticia con su hijo y consigo misma.
En la decisión moral de abortar, además de la dignidad de la mujer y la del feto, está en juego el fundamental derecho humano a la vida que tenemos todos los seres humanos. No es un derecho positivo, no tenemos el derecho a vivir, de modo que pudiéramos “exigir” a los demás que nos mantengan siempre con vida, sino que es un derecho negativo: derecho a que nadie atente contra nuestra vida, derecho a que no nos quiten injustamente la vida. Y ese es el derecho del no nacido. Y no poseemos los derechos humanos fundamentales —el derecho a la vida, a la salud, a la libertad de conciencia—, porque los demás o la sociedad acuerden que los tenemos. Los demás y la sociedad deben respetarlos y además promover su respeto, precisamente por ser la expresión de lo valioso y trascendente de cada vida humana y primera expresión de su dignidad. El aborto no solo es un acto injusto, sino uno de los mayores atropellos de los derechos humanos, el derecho humano fundamental a la vida.
Por último, cabe recordar que el médico está ligado al paciente por un contrato profesional; actúa mediante relaciones personalizadas con los pacientes que atiende, y por eso su accionar se desenvuelve «con y para los otros». No puede ignorar la justicia, pero debe actuar con beneficencia. Es justo y éticamente lícito que intervenga cuando está en peligro la vida de la madre, aunque de modo secundario se produzca el aborto del feto como efecto no deseado. Son dos vidas en juego. En todos los demás casos no podemos dejar de considerar los límites de la autonomía de la madre y del médico, la dignidad de esa vida humana por nacer, y el deber de justicia de proteger su vida. La persona humana no es valiosa por lo que “tiene”, sino por lo que “es”. En el caso de la vida humana en estado embrionario o fetal, no se puede confundir la potencia de ser con el no ser: existe ya un ser humano que puede ir desarrollando sus posibilidades y potencialidades a lo largo del tiempo. El embrión tiene ya la cualidad humana, no es un “fenómeno”, es un ser humano con potencia de desarrollar todas esas características que definen en la madurez a una persona.
La dignidad humana la tiene por el hecho de “ser humano en ese mismo momento”. Este concepto es fundamental en la bioética pediátrica, donde tampoco existe un desarrollo completo de las potencialidades del ser, y sirve también cuando el feto presenta deficiencias, anomalías genéticas, o enfermedades que le llevarán irremisiblemente a la muerte. No es razonable que nosotros decidamos desde fuera que ese feto no va a tener una «suficiente calidad de vida», pues esta es una apreciación subjetiva que no puede universalizarse: cada uno tenemos la medida de lo que pensamos es calidad en nuestra vida.
Por todo lo expuesto, delante de la autonomía de la mujer y del médico, y de la posible beneficencia de la madre con el aborto, surgen con carácter absoluto y que no admite excepciones, los principios de no maleficencia —no hacer daño al feto ni a la propia madre—, y de justicia -respetar el derecho a la vida y a la salud del no nacido-.
Dr. Germán Calabrese
Médico Legista- Mat. Nac. 159.269
Nota del autor: En este escrito no se discrimina a nadie por razón de género. A lo largo del mismo se utilizará el género gramatical masculino para referirse a colectivos mixtos, como aplicación de la ley lingüística de la economía expresiva. Tan solo cuando la oposición de géneros sea un factor relevante en el contexto se explicitarán ambos géneros.