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La presencia cristiana junto a la fragilidad humana en el tiempo de la pandemia

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La presencia cristiana junto a la fragilidad humana en el tiempo de la pandemia

Nota: Transcribimos la exposición del Prof. Pbro. Rubén Revello, Director del Instituto de Bioética de la Pontificia Universidad Católica Argentina, el día 10 de junio de 2021 en la videoconferencia organizada por el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral de la Santa Sede sobre “Acompañamiento de los agentes sanitarios en el contexto de la pandemia Covid-19”.

Quiero agradecer al Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, en la persona de su Prefecto el Card. Peter K. A. Turkson, por haberme convocado a presentar los aspectos teológicos de la presencia cristiana junto a la fragilidad humana en tiempos de pandemia.

Mi breve presentación no pretende mas que abrir caminos hacia una reflexión personal, en ese ámbito mas propio para la meditación orante, como es la contemplación personal. El objetivo que me propongo es que hagamos de nuestra presencia junto a la fragilidad de las personas, una verdadera mística.

1. Dios frente a la fragilidad humana

El esquema de la Summa Theológica de Sto. Tomás de Aquino, nos propone una Creación que surge perfecta, prístina de la mano amorosa del Padre Eterno, quien al mismo tiempo se hace cargo de sus creaturas, revelándose de este modo como un Padre providente. Sin embargo, el ser humano que es llamado a reproducirlo según “su imagen y semejanza”, aquella creatura pensada y querida para el diálogo con Dios, elige el camino del mal y así entra en el mundo, el pecado, la fragilidad y la muerte. En esa “Teodramática”[1] de Amor y Muerte, se encuentran la Omnipotencia del Creador frente a la fragilidad humana… Todo anticipa castigo, destrucción del rebelde, abandono a su suerte del hombre que ofendió a Dios… Y, sin embargo, el Amor es mas fuerte. La Providencia gana espacio en el corazón de Dios, quien, contra toda previsión, se inclina junto a esa frágil creatura y la redime, desde su misma contingencia, por medio de la Encarnación de su Hijo.

De este modo la fragilidad, la enfermedad y la muerte no repugnan al corazón de Aquel que es Pura Perfección, por el contrario, se transforman en un clamor que desde la tierra llega hasta el Cielo y mueve su Voluntad en mil formas y modos, logrando que se acerque e intervenga en favor del pobre y desamparado, el débil y el enfermo, el prisionero y el moribundo.

La misma Encarnación es expresión de este Dios que no se mantiene indiferente frente al Hombre caído en el pecado, sino que lo llama hacia Sí por medio de las cosas creadas y Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los Profetas, “últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo”. Pues envió a su Hijo, (…) que ilumina a todos los hombres”.[2] En un gesto de máxima grandeza, Dios para hacerse cercano al hombre limitado, asume la fragilidad y hace de ella causa de Salvación. No se conforma con tener una apariencia frágil, algo externo y descomprometido, por el contrario, llega hasta las ultimas consecuencias y “… se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” (Filip. 2, 7-8).

El mismo Verbo en su Revelación nos muestra la prioridad que tiene la fragilidad y el desamparo en su misión. Las Escrituras abundan en ejemplos de esa prioridad: desde el Magnificat[3] , donde exalta a los pobres y colma de bienes a los hambrientos (Lc 1, 53-54) hasta los signos mesiánicos, donde declara que ha venido a anunciar el Evangelio a los pobres, proclamar la libertad a los cautivos y curar a los ciegos (Lc 4, 18-19). En otros pasajes hace del acompañamiento del desamparado y el enfermo, el centro de su acción, basten solo dos ejemplos: las obras de misericordia Mt 25,40 (“cuanto hicieron por unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron”) y fundamentalmente la magnífica parábola del Buen Samaritano (Lc. 10, 25-37).

En resumen: Dios se acerca a la humanidad, atraído por sus carencias, dispuesto a suplir con la abundancia de su gracia, las fragilidades personales.

2. La persona frente a la fragilidad

Para comprender de qué estamos hablando, permítanme citar a Emmanuel Mounier. Éste filósofo francés, que brilló entre las dos guerras, propuso una triple tensión humana que caracteriza a la persona:

1) la relación con Dios, que define como VOCACIÓN.

2) la relación con los demás seres humanos, que llama COMUNIÓN.

3) la relación consigo mismo que describe como ENCARNACIÓN.

Ellas encierran, cada una según su propia originalidad, una propuesta sobre el modo de relación entre sufrimiento y compromiso personal, que intentaré exponer a continuación:

Por VOCACIÓN, entiende un verdadero llamado primigenio, original, con el cual Dios imprime en nuestro ser, un modo “particular” de ser. En este sentido sirve la frase de San Agustín «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».[4] Nos reconocemos existencialmente frágiles, finitos. No somos el comienzo de todo, tenemos nuestro origen en Otro, que, a su vez, nos sostiene y nos invita a lograr una grandeza superior a nuestra condición finita: “sean perfectos como el Padre Celestial es Perfecto”. Dios amalgama de este modo, origen y meta, ser y llamada a un modo de ser. Somos naturalmente contingentes e imperfectos, pero sobrenaturalmente convocados a reproducir el Rostro del Dios Misericordioso.

San Juan Pablo II, nos dejó en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte un maravilloso legado. Allípropone, de cara al tercer milenio de la evangelización, volver a contemplar el Rostro de Cristo que nos da identidad humana[5] y nos invita al mismo tiempo, a ser hijos en el Hijo. Rápidamente el documento invita a contemplar – también para imitar- el Rostro de Cristo en tres dimensiones: el Rostro del Hijo, el Rostro sufriente y el Rostro triunfante. En la lógica de San Juan Pablo II, filiación – sufrimiento – gloria son elementos unidos entre sí.

El amor del Hijo por el Padre es lo que pone en movimiento la historia de la Salvación, sea en la autolimitación de la Encarnación, sea en el acto Redentor, por medio del sufrimiento y de la muerte. Cristo nos muestra un camino para superar el dolor y el sufrimiento que es por medio de la ABNEGACIÓN, es decir, la propia postergación en favor de otro, a quien amo más que a mi mismo. La terrible pandemia que nos afecta desde hace tanto tiempo, está plagada de ejemplos de cristianos que, por un amor abnegado, han postergado el propio descanso entregándose horas y horas al servicio de los enfermos o en los trabajos esenciales; científicos que denodadamente buscan soluciones al Covid 19, tanto sea descubriendo tratamientos más eficaces, como llevando adelante exhaustivas investigaciones para lograr las diversas vacunas que se ofrecen.

Hemos visto el Rostro del Cristo sufriente, en los enfermeros y médicos agotados, mal dormidos, aislados, por turnos de quince días, de sus familias y afectos, que, sin embargo, se hacían el tiempo para poner el teléfono junto al oído de un moribundo para que se despida de sus hijos. Hemos visto el Rostro de Cristo abnegado en miles de comerciantes que cerraban su fuente de ingresos, privilegiando las medidas sanitarias antes que el propio lucro.

Es en esos espacios donde la VOCACIÓN que Dios imprimió en nosotros, refleja los infinitos modos finitos en los que nuestro Creador socorre a la fragilidad. Dicho de otro modo, el Dios que se acerca al débil y enfermo, imprime parte de esta identidad en su obra mas perfecta: el ser humano, de forma tal que la solidaridad y empatía claman desde nuestras conciencias y no nos dejan ser indiferentes ante el dolor.

Mounnier, propone también una dimensión social de la persona que llama COMUNIÓN. El Papa Francisco, toma esta dimensión comunitaria y la plasma perfectamente en su encíclica, Fratelli tutti. Allí nos dice:

Es verdad que una tragedia global como la pandemia de Covid-19 despertó durante un tiempo la consciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos. Recordamos que nadie se salva solo, que únicamente es posible salvarse juntos.” FT nº 32.

Es ese sentido de pertenencia mutua, de “amistad social” como le gustaba llamarla a Jacques Maritain.[6] Somos seres sociales y ese vínculo interpersonal, no es una opción bondadosa, ES UNA NECESIDAD, somos en sociedad. Quien niegue esto, negara la condición humana. Autores contemporáneos de gran predicamento, afirman que lo que nos ha vuelto exitosos como especie, es precisamente la capacidad de sumar nuestras inteligencias y voluntades en favor de un bien común. Individuo y comunidad, se requieren mutuamente como la trama y la urdimbre, no puede darse el uno sin el otro.

Los seres humanos, en nuestro proceso evolutivo hemos desarrollado partes del cerebro para volvernos mas sociables, para inhibir los impulsos mas primitivos y agresivos. Ese desarrollo también nos permite “leer” al otro, interpretarlo, ponernos en su lugar. A este proceso lo llamamos EMPATÍA y es tan importante, que su ausencia es signo de comportamientos patológicos.

La empatía es a la comunión, lo que la abnegación es a la vocación. Ambas nos llevan a estar junto a la persona que sufre, haciendo propio su dolor y nos disponen a trabajar por su alivio. Lo presento por la vía contraria: sin abnegación y sin empatía, el ser humano se degrada, pierde su dignidad y se la niega a los demás, se vuelve un lobo para sí mismo como decía Hobbes.

El Papa Francisco, más adelante en la misma encíclica, lo presenta bajo la forma de solidaridad, con estas palabras:

“En estos momentos donde todo parece diluirse y perder consistencia, nos hace bien apelar a la solidez que surge de sabernos responsables de la fragilidad de los demás buscando un destino común. La solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse cargo de los demás.” FT nº 115

Estas palabras son, en sí mismas, todo un planteo místico, donde ser humano y cristiano, es volverse solidario en el servicio concreto, al hacernos cargo de la vulnerabilidad humana. Todos sabemos que la Iglesia-comunión se hace testigo transparente del Evangelio, fundamentalmente, cuando se hace cargo del débil. No hay que presentar complejas elaboraciones teológicas, o rimbombantes ritos litúrgicos, solo hay que tender una mano al necesitado para que el Evangelio llegue, fuerte y claro, a todo el mundo.

Este compromiso con la realidad nos introduce en la tercera dimensión propuesta por Mounnier, la ENCARNACIÓN. Todo lo anterior sería solo vana especulación, si no se encarna en mi vida y para ello entra en juego un elemento propiamente humano, como es la Libertad/responsabilidad. Es en el abismo interior de cada persona, donde mis opciones personales dejan al descubierto quién soy; mis grandezas y miserias, mis virtudes y defectos.

Por este principio me reconcilio conmigo mismo y con el dolor que me provoca naturalmente rechazo. El dolor propio y ajeno, transformándolo de muro divisorio, en puente hacia los demás. La dirección que daré a mi vida está en mis manos y no puedo hacer responsable a los demás del modo en el que la gestiono. Aquí me encuentro cara a cara, despiadadamente con mi verdadera identidad y con mi proyecto de vida, con el llamado de Dios y con mi respuesta. Soy yo, ante el durísimo juez que es mi conciencia.

3. Conclusión

La condición de creaturas nos sitúa en el corazón de la fragilidad: todo lo que somos y tenemos, proviene de un Otro que es al mismo tiempo, origen y providencia. Pero esa fragilidad ontológica, es justamente la causa por la cual Dios interviene en la historia humana, en favor nuestro, con los mismos sentimientos con los que un padre acude ante la necesidad de su hijo. Nuestra fragilidad así se transforma, en ocasión de plenitud para la grandeza de Dios. Del mismo modo nosotros, llamados a ser imagen y semejanza de Dios, ante la fragilidad humana, debemos mostrar grandeza del corazón.

Un segundo elemento, que podríamos llamar más plenamente social, es el que surge de nuestra propia naturaleza humana. Los humanos llamados a vivir en sociedad, hemos desarrollado sentimientos que permitan una vida social, dentro de los cuales se destacan la solidaridad y la empatía.

Pero hay un tercer elemento que se suma a las causales anteriores. Se trata de la relación con nosotros mismos en el Sagrario del alma, que es la conciencia. La intuición del bien y del mal, dentro de nosotros mismos, nos hace ver que tenemos que hacer a los demás el bien que queremos que nos hagan. Es la capacidad de descubrir en nuestras grietas, un elemento que nos hace frágiles al experimentarlo en la propia vida, pero que, al verlo en el otro, saca de nosotros una misteriosa e inesperada fuerza, que nos hace salir en su ayuda. No hay caminos intermedios, todo se determina entre dos opciones: o bien salimos de nuestra individualidad para volcarnos al otro que sufre, o quedamos encerrados en nuestra pobreza y nos negamos a dar el “salto cualitativo” que nos hace semejantes a Dios.

De este modo, la inclinación misericordiosa a “hacernos cargo de la fragilidad ajena”, está en nuestro ADN de creaturas; es nuestra carta de ciudadanía como parte de la Humanidad, y se transforma en un verdadero espejo donde ver la calidad de personas que somos.


[1] Von Balthasar , Hans Urs, “TEODRAMÁTICA”, vol. IV, La acción, Soteriología dramática. Pp 293 y ss.

[2] Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum sobre la Divina Revelación, nº 4

[3] Lucas 1, 53-54

[4] San Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1,1.

[5] Juan Pablo II, Novo Millenium Ineunte, nº 16.

[6] Maritain, Jacques, La personne et le bien commun, París ,1947