Donar órganos no es una simple provisión de “material anatómico”. Se trata de un acto de enorme trascendencia, que involucra a toda la persona, cuerpo y alma, en un gesto que significa el “darse” a sí mismo para que otro tenga vida. Están en juego valores espirituales fundamentales, que la ley debe reconocer y respetar.
En diciembre de 2005 se reformó en Argentina la ley 24.193 de transplantes de órganos en lo concerniente al consentimiento para disponer de órganos y materiales anatómicos provenientes del cuerpo de una persona muerta.
El nuevo texto establece en el art. 19 bis que se pueden extraer los órganos si la persona mayor de 18 años no ha dejado constancia expresa de su oposición a que después de su muerte se realice la ablación. Se habla, entonces, de un “consentimiento presunto”. Por su parte, la reforma al art. 21 quita poder de decisión a la familia, que ahora es consultada sólo para que informe si conoce cuál era la voluntad de quien ha fallecido.
Esta reforma merece múltiples objeciones.
La nueva ley es como si se “apropiara” del cuerpo de las personas. En efecto, tal como está redactada la norma, la regla es la donación y la excepción la negativa. Tal enfoque supone una concepción totalitaria, que toma al cuerpo como una mera “cosa”, disponible por parte del Estado.
Un segundo elemento lo constituye el menoscabo a la libertad. En efecto, si dar órganos es un acto de solidaridad, su valor reside en que nazca de la voluntad libre de la persona que, dueña de sí, madura y responsable, decide dar “vida” a través de la autorización expresa para que le sean extraídos los órganos a su muerte, debidamente certificada. El “consentimiento presunto” avasalla la dignidad de la persona e “impone” un acto que debería nacer del amor y la solidaridad.
Un último elemento está dado por la pérdida de relevancia de la familia. En efecto, la ley asume un enfoque individualista, de tal manera que la familia es consultada para que informe si existía voluntad de dar los órganos, pero sin posibilidad de decisión.
Los transplantes son un complejo servicio a la vida y es necesario armonizar una tensión innegable entre el progreso técnico y el rigor ético, entre relaciones interpersonales verdaderamente humanas y la correcta información a toda la sociedad. Por eso, a la dignidad de la persona corresponde que el consentimiento para dar órganos sea libre, expreso y responsable.