“La historia del nacimiento, el desarrollo y el futuro de una de las ideas más poderosas y peligrosas de la historia de la ciencia: el «gen», la unidad fundamental de la herencia y unidad básica de toda la información biológica” (p. 24) es el objetivo del libro titulado “El gen. Una historia personal” de Siddhartha Mukherjee (Debate-Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2017, Traducción de Joaquín Chamorro Mielke, 700 páginas).
Mukherjee despliega una extraordinaria capacidad narrativa para tornar comprensibles complejos fenómenos y procesos de descubrimientos científicos. Para ello, como lo adelanta el título, recurre a historias personales, comenzando por la de su propia familia, y pasando por la de los científicos que han marcado hitos en este fascinante y peligroso camino de bucear en los orígenes mismos de la vida biológica y sus secretos más recónditos.
El autor es profesor de Medicina en la Universidad de Columbia y oncólogo en su hospital universitario y ha ganado el premio Pulitzer por su anterior libro titulado “El emperador de todos los males”, centrado en el drama del cáncer.
La obra combina así una amena narración, con precisas explicaciones científicas y esbozos de los problemas éticos, sociales y legales que fueron surgiendo a partir del creciente poder de conocimiento y dominio que la persona humana despliega sobre el genoma.
I. Una sinopsis del libro
Luego de un prólogo en el que el autor explica el motivo de su interés en el tema a partir de la experiencia familiar, la obra se estructura en seis partes. Cada parte y cada capítulo comienzan con certeros epígrafes que resumen su contenido esencial y en cada caso remite a los distintos trabajos publicados que fueron marcando hitos en el conocimiento y despliegue biotecnológico sobre el gen.
a) Mendel y el origen de la genética: Comenzando desde las indagaciones de Pitágoras, Platón y Aristóteles, el autor nos cuenta en paralelo las historias de Darwin y del monje agustino Gregor Johann Mendel para presentar los primeros pasos de descubrimiento del gen, sobre todo por los experimentos de éste último con guisantes, cultivados paciente y cuidadosamente durante tres años para observar y estudiar las características en torno al aspecto y color de las semillas, el color y posición de las flores, el color y la forma de las vainas y la altura de las plantas. El trabajo de Mendel de 1865 quedaría olvidado hasta en 1900 que es descubierto “tres veces” (p. 81) por Hugo De Vries, Carl Correns y Erich von Tschermak-Seysenegg y difundido por el biólogo William Bateson quien acuñó en 1905 el término “genética”, y a partir de allí se iniciaría una irrefrenable carrera global por penetrar esos secretos de la herencia. La primera parte se focaliza en el descubrimiento y el redescubrimiento de los genes (1865-1935).
La historia que cuenta Mukherjee no soslaya los aspectos sociales y políticos que fueron acompañando a los descubrimientos científicos. Así, ya en la primera parte el autor constata cómo, al mismo tiempo que se sucedían los experimentos que buscaban comprender las reglas de la herencia presentes en el gen, aparece el concepto de eugenesia de la mano de Francis Galton, primo de Darwin. En este sentido, el libro procura un tono descriptivo, aunque formula algunos interrogantes inquietantes éticos y sociales sobre los que luego realizaremos algunas consideraciones. Así, nos cuenta con detalle la historia de Carrie Buck, la mujer con padecimientos mentales que fue esterilizada por motivos explícitamente eugenésicos el 19 de octubre de 1927 luego de la sentencia Buck contra Bell de la Corte Suprema de EEUU del 2 de mayo de 1927.
b) Los mecanismos de la genética: La segunda parte comprende el desciframiento del mecanismo de la herencia (1930-1970) y se inicia con los experimentos con moscas que realiza en Columbia entre 1905 y 1925 Thomas Morgan que significaron un avance en el descubrimiento de la vinculación, intercambio, linealidad de mapas genéticos y distancia entre genes (p. 124). El autor releva también los trabajos de Ronald Fisher y Theodosius Dobzhansky sobre la conciliación entre genética y evolución, y los de Frederick Griffith sobre la transmisión de genes entre organismos, que son continuados por Oswald Avery quien descubre que los ácidos nucleicos “no solo son importantes solo estructuralmente sino que son sustancias funcionalmente activas … que inducen cambios predecibles y hereditarios en las células” (p. 170).
También en esta segunda parte la eugenesia está presentada, ahora con toda su perversión en el sistema impuesto por el régimen nacionalsocialista en Alemania y la consagración de las vidas indignas de ser vividas.
Mukherjee nos ofrece en esta segunda parte una narración apasionada y entretenida de la carrera para develar la estructura tridimensional del ADN, con la participación de Maurice Wilkins, J.T. Randall, y Rosalind Franklin en el Laboratorio de Biofísica del King’s College de Londres y de James Watson y Francis Crick en Cambridge. La conexión entre el gen que contiene información y codifica una proteína que posibilita una función es explicada retomando a Morgan y presentando los estudios de George Beadle y Edward Tatum, los de Sydney Brenner y François Jacob (que coincidieron con los de James Watson y Walter Gilbert en Harvard) sobre el ARN intermediario. Luego nos presenta a Jacques Monod, quien junto con Jacob y Arthur Pardee descubrieron los principios que rigen la regulación de los genes (1959). El genoma era un proyecto activo, capaz de hacer uso de determinadas partes seleccionadas de su código en diferentes momentos y circunstancias. La segunda parte culmina presentando a quienes estudiaron la génesis de los organismos, es decir, los embriones, como por ejemplo Ed Lewis, Christiane Nüsslein-Volhard y Eric Wieschaus.
c) La secuencia del genoma: La tercera parte comprende el período entre 1970 y 2001 y se dedica a la secuenciación y clonación de genes. Aparecen los experimentos de Paul Berg, David Jackson, Janet Mertz, Herb Boyer, Stanley Cohen y otros para cortar y unir dos piezas de ADN y crear ADN recombinante. Frederick Sanger en Cambridge, por su parte, en 1977, publica la secuencia completa de un virus y se llega al lenguaje de los genes.
Los problemas éticos que atraviesan esta etapa están narrados sobre todo a partir de los Congresos de Asilomar y fundamentalmente la decisión tomada en 1975 de una moratoria en la combinación de información genética procedente de organismos muy diferentes. Para Mukherjee, a diferencia de lo ocurrido con los estudios que condujeron a la bomba atómica, en Asilomar “los científicos se habían alertado a sí mismos de los peligros de su propia tecnología, y habían tratado de regular y limitar su propio trabajo” (p. 276).
La tercera parte culmina con la historia de los incentivos económicos y la carrera por las primeras patentes biotecnológicas, especialmente por la que buscaba sintetizar insulina.
d) La genética humana:La cuarta parte se focaliza en la genética humana y se ubica en el período 1970-2005, presentando el desafío de “comparar nuevas formas de pensar sobre la naturaleza de la herencia, el flujo de información, la función y el destino. ¿Cómo interactúan los genes con diversos ambientes para mantener la normalidad frente a la enfermedad? ¿Y qué es la normalidad respecto de la enfermedad? ¿De qué manera las variaciones en los genes humanos causan variaciones en la formación y la función? ¿De qué manera múltiples genes influyen en un único acontecer? ¿Cómo puede haber tanta uniformidad entre los seres humanos y, sin embargo, tanta diversidad? ¿Cómo pueden las variantes en los genes mantener una fisiología común y, sin embargo, producir patologías únicas?” (p. 305).
La historia se concentra aquí en los estudios de Víctor McKusick sobre los vínculos entre la genética y las enfermedades humanas a partir del trabajo en la clínica Moore fundada en 1957 en la Universidad John Hopkins, quien se convirtió en “una enciclopedia andante de conocimientos sobre síndromes de origen genético” (p. 309). En este punto, Mukherjee resalta que McKusick, por su trabajo clínico tan intenso e interdisciplinario, no se focalizaba tanto en la “normalidad” cuanto en advertir que la falta de aptitud -la enfermedad- surgía de un desajuste relativo entre un organismo y su ambiente.
Nuevamente la obra ingresa en el terreno de las implicaciones sociales de los descubrimientos. En este caso, el libro señala las repercusiones inmediatas que tuvo en la medicina el fallo Roe vs. Wade de enero de 1973 de la Corte Suprema de Estados Unidos. En efecto, a partir de los conocimientos de diagnóstico prenatal que permitían detectar Síndrome de Down, de Klinefelter o de Turner, el autor señala: “Antes de la decisión del tribunal, las pruebas genéticas prenatales se encontraban en un limbo de indeterminación; se permitía la amniocentesis, pero la situación jurídica del aborto era desconocida. Sin embargo, con el aborto en el primer y segundo trimestre legalizado y la primacía del juicio médico reconocida, las pruebas genéticas iban a difundirse ampliamente en las clínicas y hospitales de toda la nación. Los genes humanos se habían vuelto «justiciables»” (p. 317). Así, el aborto selectivo de fetos afectados se había transformado en la principal intervención de la medicina genómica (p. 318). El problema iba más allá, pues ahora también se podía demandar a los médicos por el error de aconsejar correctamente para que los padres pudieran “abortar” a sus hijos con enfermedades, como quedó plasmado en el caso Park de 1979. Aquí el libro compara muy brevemente la eugenesia de principios de Siglo XX con la neoeugenesia de fines de Siglo.
La búsqueda del mapa genético es el eje del libro en esta parte, comenzando por David Botstein, Davis, Skolnick y Ray White (1980). Aquí vuelve a aparecer el estilo narrativo de Mukherjee, quien combina la historia personal de Nancy Wexler y la historia detrás del descubrimiento de la variante genética que origina la “corea de Huntington” (p. 332). Hace su entrada aquí en el libro el Proyecto Genoma Humano que partía de la aspiración de secuenciar por completo los 3.095.677.412 pares de bases (p. 347). Se presenta la pulseada entre el emprendimiento público liderado por Watson y Zinder, inicialmente, y luego por Francis Collins, y el privado de Craig Venter y su empresa Celera. Así llegamos al anuncio del 26 de junio de 2000 del primer mapa del genoma humano hecho en la Casa Blanca con la presencia de Venter, Collins y el presidente Clinton.
e) La normalidad y la identidad: La quinta parte comprende el período 2001-2015 y se refiere a la genética de la identidad y la normalidad. El autor advierte dos transformaciones operadas en la genética: se había pasado del terreno de la patología al de la normalidad y se organiza la investigación en torno a campos distintos aunque parcialmente superpuestos, como la raza, el género, la sexualidad, la inteligencia, el carácter y la personalidad (p. 389). Así, haciendo un breve rastreo de los orígenes humanos a partir del genoma mitocondrial, el libro se adentra en el problema de la diversidad genética del genoma humano. Así, quiere enfatizar que “cada genoma lleva la firma de la ascendencia de un individuo, pero la ascendencia racial de un individuo poco predice sobre su genoma” (p. 402). Sobre el tema del género, es interesante el relato que el libro hace sobre el doloroso caso de David Reimer y otros de reasignación sexual que fueron “problemáticos y penosos” (p. 429). Allí señala que “existe ya un creciente consenso médico sobre la necesidad de atribuir, salvo muy raras excepciones, a los niños su sexo cromosómico (es decir, genético) con independencia de las variantes y diferencias anatómicas (con la opción de cambiar si más adelante es lo que se desea)” (p. 431).
“Género. Preferencia sexual. Temperamento. Personalidad. Impulsividad. Ansiedad. Elección. Uno tras otro, los aspectos más místicos de la experiencia humana se han visto poco a poco circundados por genes.” (p. 455). Ahora bien, el libro explica una suerte de funcionamiento en cascada de los genes y distingue entre los genes reguladores maestros que tienen un efecto binario, con otros genes, con sus variantes o mutantes, que están en escalones inferiores y que sus alteraciones inciden en propensiones, que se entrelazan con diversas señalas y oportunidades ambientales, con resultados muy diversos (p. 456).
El autor ingresa luego en el campo de la epigenética, para referirse a la memoria genética y la regulación de los genes. Aquí narra los estudios de Conrad Waddington, John Gurdon y Mary Lyon. También se refiere a los experimentos de Shinya Yamanaka, quien logró reprogramar células para que volvieran a un estadio parecido al de células madre embrionarias. El autor, con todo, previene contra ciertas ideas simplistas de la epigenética, como si las dietas, exposiciones, recuerdos y terapias pudieran alterar fácilmente la herencia (p. 478). Con esta incorporación del factor ambiental y la epigenética, se completa la quinta parte que de alguna manera pone fin a los desarrollos históricos, sobre todo con una breve recapitulación de las leyes fundamentales de la biología en lo que concierne a la información: los genes codifican ARN para construir proteínas para formar o regular organismos que sienten ambientes que influyen en las proteínas y el ARN que regulan los genes (p. 482). El punto final de la quinta parte describe los estudios de Jack Szostak quien ha intentado reconstruir el origen de los genes.
f) El futuro de la genética: La sexta parte se llama posgenoma y plantea el estudio de la genética del destino y del futuro, iniciada en 2015. Se abre con la significativa cita de Karl Popper: “quienes nos prometen el paraíso en la Tierra no nos traerán sino un infierno” (p. 487). Comienzan narrando los orígenes y límites de la terapia génica con los estudios de William French Anderson y Michael Blaese. y el trágico experimento que provocó la muerte de Jesse Gelsinger en 1999 y la posterior paralización de esas terapias. Luego presenta los desarrollos en los diagnósticos genéticos y el surgimiento de “previvientes”, es decir, persona que conocen con anticipación condiciones patológicas futuras y tienen que vivir con esa carga existencial. Aquí aparecen los estudios vinculados con el cáncer de mama, con la esquizofrenia y el desorden bipolar y la historia de Erika, una niña de 15 años con dos mutaciones en su genoma que alteran la capacidad de las células nerviosas para enviarse señales y el movimiento coordinado de sus músculos. El impacto que le produjo conocer a Erika lleva al autor a contar su historia y preguntarse: “¿Deberíamos considerar la opción de que los padres puedan solicitar la secuenciación completa de los genomas de sus hijos e interrumpir embarazos en caso de que se detecten mutaciones genéticas tan devastadoras como la de Erika?” (p. 530). El autor elige estos tres casos para mostrar el amplio espectro de enfermedades genéticas y los enigmas del diagnóstico genético. Aquí el libro considera las problemáticas sociales y éticas implícitas en estos problemas. Volveremos luego sobre el punto.
El último capítulo se refiere a las nuevas terapias génicas y el planteo de los “posthumanos” (p. 542). Recordemos que por bajo el rótulo “post-humanismo” (o también “transhumanismo”) se ha generado un movimiento de ideas, todavía heterogéneo, que postula la utilización de las tecnologías para lograr una superación del ser humano en sus límites vulnerables y lograr así un ser más “evolucionado”. Aquí el autor explica que se puede intentar modificar el genoma de células no reproductivas o reproductivas. Y desarrolla cómo, a partir de los estudios sobre células estaminales embrionarias de James Thomson, se fue abriendo camino la experimentación con embriones para procurar modificar su genoma. Se presenta luego los estudios de Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna que han desarrollaron un sistema llamado CRISPR/Cas9, publicado en 2012, que permitía la “edición genética”. El autor explica las posibilidades técnicas de llegar a generar un embrión genéticamente modificado, por ejemplo a partir de espermatozoides y óvulos genéticamente modificados (p. 554). El libro cuenta también los inquietantes estudios que ya se han hecho en China con experimentación de la edición genética en embriones humanos (p. 559).
La sexta parte finaliza con la propuesta del autor de un “Manifiesto” para un mundo posgenómico, luego de señalar que “el quid de la cuestión no es entonces la emancipación genética (liberarse de las limitaciones que imponen las enfermedades hereditarias), sino la mejora genética (liberarse de los actuales límites que el genoma humano impone a la forma y al destino en sus codificaciones)” (p. 559).
En el epílogo, el autor se refiere a tres proyectos enormes que tiene la genética humana y que se vinculan con la discriminación, la división y la reconstrucción final (p. 568). “El primero es discernir la naturaleza exacta de la información codificada en el genoma humano” (p. 568). El segundo es “comprender cómo se combinan los elementos en el espacio y en el tiempo para fundamentar la embriología y la fisiología humanas, la especificación de las partes anatómicas y el desarrollo de rasgos y características distintivos de un organismo” (p. 569). Y el tercero sería determinar si cierta permutación de genes produciría cierto efecto en el futuro, incluso si ese efecto lo rigen una multitud de genes.
El libro culmina preguntándose “¿qué es natural?” y afirmando: “Nuestro genoma ha negociado un frágil equilibrio entre fuerzas opuestas, emparejando hebras opuestas, mezclando pasado y futuro, y enfrentando la memoria al deseo. Es lo más humano que poseemos. El gobierno que ejerce sobre nosotros puede ser la raíz misma de todo conocimiento y discernimiento en relación con nuestra especie” (p. 578).
II. Algunas consideraciones bioéticas
El libro tiene un tono descriptivo, pero no ahorra claras condenas a la eugenesia y la discriminación con fundamento genético. Será sobre todo en la sexta parte en la que se plantean los dilemas morales subyacentes a los increíbles desarrollos científicos y tecnológicos que el libro reseña con su estilo narrativo tan ameno y comprensible.
Justamente, en p. 536 hablando de los diagnósticos genéticos, el autor afirma: “No hace falta ver una película como Gatttaca para recordar lo profundamente desestabilizadora que podría ser esa idea [la de expandir los diagnósticos a todo tipo de enfermedades en forma previa al posterior aborto]. No tenemos modelos o metáforas para aprehender un mundo en el que el futuro del niño sea analizado en términos de probabilidades, o en que un feto sea diagnosticado antes de nacer o se convierta en un «previviente» aún antes de la concepción… La historia de la genética humana nos ha recordado una y otra vez que «saber» comienza a menudo con un énfasis en «discernir», pero termina con un énfasis en «discriminar»”. Y señalando el futuro de diagnósticos e intervenciones genéticas ilimitadas, Mukherjee sostiene: “Puede que las intervenciones individuales no crucen la frontera que las separa de la transgresión -de hecho, algunas de ellas, como los tratamientos contra el cáncer, la esquizofrenia y la fibrosis quística, persiguen objetivos médicos legítimos-, pero hay aspectos de este mundo que son manifiestamente, y hasta repulsivamente, siniestros” (p. 575).
Los tres principios “tácitos”: así como el autor hace una reseña crítica de la historia de la eugenesia y la tendencia hacia la discriminación, a mi entender permanece en un enfoque pobre y reductivo en lo que refiere a la situación de las intervenciones genéticas y sus límites morales hoy. En efecto, en p. 537 señala que “hasta hace poco, tres principios tácitos habían regido el campo del diagnóstico y la intervención genéticos. En primer lugar, las pruebas diagnósticas han estado en gran medida restringidas a variantes genéticas singulares que causan enfermedades, es decir, a mutaciones altamente penetrantes, en las cuales la posibilidad de desarrollar la enfermedad se acerca al ciento por ciento (síndrome de Down, fibrosis quística, enfermedad de Tay-Sachs). En segundo lugar, las enfermedades causadas por estas mutaciones han provocado por regla general sufrimientos extraordinarios o incompatibilidades fundamentales con una vida «normal». Y, en tercer lugar, las acciones justificables -la decisión de abortar un feto con Síndrome de Down, por ejemplo, o de intervenir quirúrgicamente a una mujer con una mutación del BRCA1- han quedado definidas mediante el consenso médico y sometidas a la libertad de elección”. El autor constata, no obstante, que “estos límites se traspasan” (p. 538).
Ante los problemas que esas transgresiones provocan (por ejemplo, la propuesta de contar con el genotipo de todos los niños de una escuela para clasificarlos según mejores o peores), el autor vuelve a preguntarse “¿qué es lo normal?” (p. 540). Y cuestiona: “Si la historia del siglo pasado nos enseñó lo peligroso que puede resultar el que los gobiernos tengan poder para determinar la «aptitud» genética…, la cuestión que nos plantea la época actual es la de las consecuencias que pueda acarrear el traspaso de ese poder al individuo” (p. 541).
El libro intenta quedar en el plano de la descripción de los principios “tácitos” con los que hoy actúan los tecnocientíficos y sus cuestionamientos aparecen formulados en términos más cautos y sobre todo en forma de interrogantes. Al respecto, creo que falta en la obra un análisis más de fondo de la contradicción subyacente en afirmaciones como las que hemos transcripto, en que se señala al Síndrome de Down como una mutación que justifica el aborto, y luego se cuestiona qué es lo normal. El autor parece adherir a un criterio más abierto y no discriminador de esa “normalidad”, pero falla en lo esencial que es reconocer el valor inalienable de toda vida humana.
En tal sentido, la obra nos vuelve a recordar la urgencia de profundizar las exigencias jurídicas de la dignidad para poder interpelar de forma decisiva e integral a este mundo que está pasando de la eugenesia planificada por el gobierno a una eugenesia liberal, basada en las elecciones de cada individuo, igualmente dañina y discriminatoria.
El drama de todos estos desarrollos biotecnológicos es que, al perder el horizonte de la dignidad humana, como elemento normativo y que señala fines inherentes a la naturaleza humana, terminan asumiendo respuestas formales y temporarias (como las moratorias) que terminan siendo funcionales a intereses biotecnológicos que degradan al ser humano a su realidad puramente biológica.
La tensión entre curación y mejora: el libro pone en el centro del problema del futuro de la genética a la distinción entre intervenciones propiamente terapéuticas (objetivos médicos legítimos) y las de mejora. Se trata de uno de los debates globales más candentes del momento. En este sentido, el autor parece inclinarse, por las citas que hemos transcripto, por una prohibición de esas mejoras, pero en su “manifiesto” el problema queda abierto y señala que “necesitamos nuevos preceptos biológicos, culturales y sociales para determinar qué intervenciones genéticas pueden ser permitidas o restringidas y las circunstancias en que estas intervenciones pueden ser seguras o permisibles” (p. 565).
El ser humano es biología, pero mucho más que biología. La fascinante capacidad que el ser humano ha demostrado de conocer y dominar sus propios procesos biológicos, necesita de una igual y proporcionada capacidad de orientar de manera propiamente humana esos desarrollos para que sirvan a cada persona y no sean instrumento de nuevas formas inaceptables de dominación y discriminación.
Informe de Jorge Nicolás Lafferriere