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Violencia familiar: corolario del paradigma anómico cultural

Violencia familiar: corolario del paradigma anómico cultural

Los tiempos presentes, a escala global y local, con la variabilidad y gradualidad que los contextos y las subjetividades imponen, están altamente caracterizados por un relativismo moral atomizador del sentido común, que subsume a la razón y atrofia el desarrollo espiritual. Se advierte con nitidez esta cosmovisión ideológica que soslaya el discernimiento de los patrones rectores de la naturaleza humana y su proceder. Este mecanismo elusivo viene labrando una sociedad desprovista de certezas y sujeta a los vaivenes de la imprevisibilidad.

Es, entonces, en éste paradigma cultural signado por la ausencia de una clara direccionalidad colectiva, en el que las estructuras socio-comunitarias se debilitan, cuando no son totalmente destruidas, por los azotes del desorden y la fragilidad de los vínculos insustanciales.

En directa correlación con este marco global, desde hace varios años, el desarrollo cultural de la Argentina ha venido acarreando de forma cada vez más acentuada, una indeleble impronta social anómica. Y dentro de esta, indefectiblemente, se fue gestando un entramado de violencia cuyas mutaciones varían desde la más tenue hasta las más crueles e inhumanas de las conductas. Esto se manifiesta con distintas connotaciones en los delitos como homicidios, robos, delitos contra la integridad sexual (en su mayoría intrafamiliares), en las peleas en el ámbito juvenil bajo efecto o no de drogas-lícitas o ilícitas-, en la violencia en el ámbito escolar y a nivel barrial, en la trata de personas, en los secuestros, en el narcotráfico que trae consigo los más abyectos crímenes, y  también en la violencia en el seno familiar, muchas veces con trágicos desenlaces. Ni siquiera la principal idiosincrasia deportiva argentina, el fútbol, queda exenta de esta atmósfera delictiva y violenta. Todo esto denota una irracionalidad estructurada en el psiquismo colectivo. Es decir, es una violencia generalizada que adquiere una naturaleza determinada de acuerdo a la tipología del vínculo o la realidad en que se manifiesta.

Ante este cuadro de situación, dado que la familia es la unidad elemental de la sociedad, vale situar el epicentro de la crisis social en la esfera familiar, en la que la violencia que en ésta se desate, desgarra y destruye a sus integrantes y a la propia estructura familiar. A su vez, necesariamente adscripta al microclima familiar está la violencia conyugal o de pareja, que suele ser el desencadenante de la desestructuración familiar. Y aquí urge una toma de consciencia plena del nivel de violencia que se acrecienta cuantitativa y cualitativamente entre las parejas -matrimonios o distintos tipos de unión formal o informal- en las que los índices de homicidios de mujeres no parecieran detenerse[1].

Esta realidad exige una gran seriedad crítica que esquive el simplismo analítico que, por pereza, indiferencia o impericia, busca subsanar con eufemismos hasta los más atroces hechos. Es cierto, también, que el ejercicio repetido del somero análisis de los problemas ha dejado a la sociedad inerme para desentrañar las causas últimas en fenómenos complejos. En este caso particular, es preciso adoptar, aunque muy simple y sucintamente, una profunda perspectiva filosófico – antropológica, para escrutar cabalmente la gran cantidad de variables entreveradas, de raigambre psicosocial, que están en juego.

Se deduce que, en la vertiginosidad de los tiempos que corren, la velocidad e instantaneidad de las expresiones e interacción entre las personas, y el exceso de intermediación tecno-instrumental que atrofia los vínculos reales al sustituirlos por los virtuales, hacen a las relaciones cada vez más superficiales y a los vínculos más endebles.

En concurrencia, el microclima de convivencia de las parejas está en gran medida supeditado por el  macroclima sociocultural, con las particularidades contemporáneas que el mismo produce: el acelerado ritmo de trabajo, dificultades y sensación de “fracasos” laborales que el exitismo materialista genera, la ausencia misma de trabajo, las exigencias del consumismo, la marginalidad social, el aumento de drogadependencia, la carencia de temple individual, la falta de ejercicio reflexivo que trae aparejada la mutua incomprensión en el vínculo. Se suma, también, la frívola banalización del amor, el desdibujamiento de los roles, el permanente fogoneo mediático que desvirtúa la sexualidad, naturaliza la infidelidad y nutre la idea cosificadora del ser humano. Todo esto acumulado en el tiempo va generando una atmósfera de crispación exacerbada, altamente hostil para el desarrollo de la ternura, el afecto, el respeto, el cuidado mutuo, el diálogo fructífero, y donde además, los conflictos familiares y las adversidades desunen en lugar de unir. Esto imposibilita el desarrollo del amor. Y el mutuo desamor, erosiona la dignidad, acumula rencores, rechazo, y se engendran así, niveles de violencia verbal y física, que se trasladan impotente, compulsiva e imponentemente al exterior, y que muchas veces terminan en tragedias. No obstante los desequilibrios psíquicos subjetivos que los casos muy extremos encierran.

Aquí, es elemental esclarecer que hablamos de una violencia “de pareja” o  “familiar”. Porque la violencia al interior de la unión de varón y mujer afecta la primera y más elemental forma de relacionalidad que tiene el ser humano. Constitutivamente varones y mujeres, compartimos una misma naturaleza aunque también poseemos notas y características distintivas que se complementan y hacen a la plenitud de lo humano. Cuando esa complementariedad es rota por la violencia, se disparan dinamismos de violencia que repercuten obviamente sobre la familia y la sociedad.

Igualmente, hay que señalar que algunos enfoques para abordar la problemática de la violencia asumen una connotación fuertemente confrontativa de esa complementariedad masculino-femenino. Ciertamente, hay una mayor vulnerabilidad en la mujer que puede reclamar algunas acciones más incisivas para superar postergaciones y discriminaciones injustas, pero ello no se logra si se enfrenta dialécticamente a los varones con las mujeres y se siembra la desconfianza al interior de una relación que está llamada a la plenitud por la armonía y la mutua donación, especialmente en el lenguaje corporal y espiritual.

Paralelamente, es lógica e inevitable la desesperación ante la muerte de un familiar, y de allí que se reaccione de acuerdo a las posibilidades circunstanciales de cada uno. Pero lamentablemente algunas medidas desesperadas de familiares – excluyendo todos los procedimientos judiciales- expresadas colectivamente, son una toma de consciencia social circunstancial y esporádica que sólo se perpetúa en quienes sufrieron directamente la tragedia. Es importante entender que,  “con independencia del enfoque que desde el Derecho Penal pueda realizarse y las posibles medidas de política criminal a desplegar, vale reparar en el escenario del cual partimos”[2].

Claramente, las iniciativas inmediatas tomadas son parciales, superficiales y muchas veces incluso autodestructivas, porque incentivan aun más el enfrentamiento. Esto se debe a que, no pocas veces, se conciben desligadas de la naturaleza humana y se distorsiona así, la percepción en el proceder de los vínculos.

En tal distorsión se manifiesta una llamativa contradicción entre la idea de la autonomía de la voluntad radical que se suele pregonar, desprendida de toda norma natural de los vínculos relacionales, y, en paralelo, el Estado policial que fáctica y declarativamente se exige en la naturaleza de las medidas de control a aplicar. Lo que manifiesta, finalmente, la necesidad insoslayable de un orden de conducción, sea cual sea.

Cobra relieve cognitivo aquí que, el ser humano se autoconduce a través dos sistemas: un sistema interno y directo del individuo y otro como extensión en sistema externo -estructura relacional colectiva-.  Ambos sistemas deben articularse y desarrollarse en armonía, por lo que no es viable una sociedad en la que se delega totalmente en el sistema externo, en este caso el Estado, lo que debe asumir en primer término, el sistema-individuo: la conducción de su naturaleza. Aceptando los límites que esta impone.

La tendencia relativista ha calado hondo en la cultura de la Argentina. Hay cada vez más separaciones, más divorcios y las relaciones cada vez duran menos. Esto se advierte en la alta tasa de divorcios creciente, por ejemplo en la Capital Federal, en la que presuntamente el 50% de los matrimonios se divorcian.[3]

Se instala así, una idea efímera del amor, donde todo dura mientras sea unilateralmente confortable, con un individualismo que cercena proyectos comunes. En el inconsciente colectivo subyace que no es posible adquirir compromisos y entablar férreas relaciones para toda la vida, dado que  casi “todas las parejas se separan.”

Por otro lado, es claro el correlato jurídico de esta desinteligencia, que se expresa en relación al divorcio, en la reforma del Código Civil y Comercial (CC y C), que lejos de fortalecer el matrimonio y buscar revertir esta situación, la optimiza a través del “divorcio exprés.” En éste se le quita estatus jurídico a la infidelidad como causal de divorcio, y en el nuevo reparto de bienes, se suscita una especulación impropia de un verdadero matrimonio, y ajena a su fin: amor desinteresado e incondicional, que subordina lo material a lo afectivo y no a la inversa. Así, para la legislación argentina, el casamiento parece dejar de ser un compromiso, para convertirse en un  trámite constreñido por un mutuo y permanente sopesar.

Estas posturas presuponen como punto de partida que la realidad no puede cambiar, sólo “regularse”. Y esto es inconsecuente con la estatura existencial humana. Porque cuando la realidad no se condice con la dignidad de la persona y el bien común, el cambio es un deber moral.

La misma lógica contractualista del CC y C se advierte al intentar evitar la violencia con una especie de “acuerdo de paz” o “pacto de no agresión” negociado, cuyo cumplimiento debe estar supervisado por el Estado. Pero ni el respeto, ni el amor se imponen, sino que son causa y efecto. El respeto, las pasiones, las discusiones y tensiones generadas, naturalmente se armonizan en el metabolismo del amor, y la cohesión sensata de la razón.

Es determinante comprender, que la conducta humana es el producto final de la dialéctica entre naturaleza y cultura. Y que la cultura debe desarrollarse sobre los rieles de la naturaleza. Acucia, por tanto,  restablecer la correcta relación de este binomio irreductible -naturaleza y cultura-, para la comprensión cabal de las realidades sociales, y el desarrollo próspero del amor socio-comunitario.

En consonancia con la celebración del día internacional de la Familia, el pasado 15 de mayo, cabe concluir que si la familia se fragmenta, la sociedad pierde la que es su célula básica y paulatinamente se necrosa el cuerpo social. Con plena consciencia de ello, urge impulsar y ejecutar iniciativas legislativas orientadas a la protección y reconstrucción de la familia y así, del individuo y la comunidad. Buscando, a su vez, desplazar, en el interjuego cultura-Ley-pedagogia social, la visión “contractual” infundiendo un “espíritu familiar” que no especula sino que se entrega incondicionalmente.

En definitiva, es necesario cambiar sustancialmente la hermenéutica adoptada, para modificar el paradigma cultural, por uno que erija nuevamente al amor como la más trascendente de las capacidades humanas.

Por Ricardo Romano (h)

 

[1] http://www.lanacion.com.ar/1948389-la-violencia-de-genero-en-numeros

 

[2] https://centrodebioetica.org/web/2016/11/breves-reflexiones-sobre-un-fenomeno-que-crece-y-preocupa/

 

[3] http://www.lanacion.com.ar/2020551-que-porcentaje-de-parejas-se-divorcia-y-cuanto-suelen-durar-los-matrimonios