¿Los seres humanos somos meros “algoritmos”? Una reflexión crítica sobre el libro “Homo Deus. Breve historia del mañana”

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“Las personas ya no se verán como seres autónomos que guían su vida en consonancia con sus deseos, y en cambio se acostumbrarán a verse como una colección de mecanismos bioquímicos que está constantemente supervisada y guiada por una red de algoritmos electrónicos” (p. 361). La idea de que los seres humanos son organismos guiados por algoritmos y las consecuencias que se siguen de ese presupuesto es uno de los grandes ejes del nuevo libro que el historiador Yuval Noah Harari ha publicado recientemente titulado “Homo Deus. Breve historia del mañana” (Debate, Buenos Aires, 2016, 496 páginas).

La finalidad de la obra es investigar “quién es realmente Homo Sapiens, cómo el humanismo se convirtió en la religión dominante en el mundo y por qué es probable que intentar cumplir el sueño humanista cause su desintegración” (p. 81). En este sentido, en continuidad con la primera obra del autor titulada “Sapiens. De animales a dioses” (un best-seller que fue lectura recomendada por diversas personalidades, entre las que se encontraba el creador de Facebook), el libro realiza una inteligente aunque arbitraria selección de hechos y procesos históricos íntimamente vinculados con los debates suscitados por las biotecnologías y se esfuerza por ofrecer una síntesis de los desarrollos a los que nos conduce la conjunción de los descubrimientos de las ciencias de la vida y los logros de la informática. De allí que podamos afirmar que la obra tiene un indudable interés bioético y ofrezcamos a continuación una breve reseña crítica, abierta al debate y el intercambio.

 

La nueva agenda humana

En apretada síntesis, podemos decir que para Harari el Homo Sapiens, luego de conseguir los poderes para controlar el hambre, la peste y la guerra, reconduce sus esfuerzos hacia tres nuevos objetivos que conforman lo que él llama la nueva “agenda humana”: buscar la inmortalidad, la felicidad y la divinidad.

a) La inmortalidad: La inmortalidad sería el fruto de la ingeniería genética, la medicina regenerativa y la nanotecnología (p. 36). Para lograr ese objetivo, “la medicina necesitará rediseñar las estructuras y procesos más fundamentales del cuerpo humano, y descubrir cómo regenerar órganos y tejidos” (p. 40). Esto estará potenciado por la creencia en la santidad de la vida, la institución científica y la economía capitalista (p. 40).

b) La felicidad: Para el logro de la felicidad individual, considera que está en marcha la “solución bioquímica”, que consiste en “desarrollar productos y tratamientos que proporcionen a los humanos un sinfín de sensaciones placenteras, de modo que nunca nos falten” (p. 55).

c) La divinidad: En cuanto al acceso de los humanos a los poderes divinos de creación y destrucción, pasando del Homo Sapiens al Homo Deus, el autor considera que es posible a través de tres caminos: “ingeniería biológica, ingeniería cyborg e ingeniería de seres no orgánicos” (p. 56). Por la ingeniería biológica, se reescribirá el código genético, se reconectarán circuitos cerebrales, se modificará el equilibrio bioquímico o incluso se crearán nuevas formas corporales (p. 56). La ingeniería cyborg “fusionará el cuerpo orgánico con dispositivos no orgánicos, como manos biónicas, ojos artificiales, o millones de nanorrobots” (p. 57). Y finalmente se podrían crear seres “totalmente inorgánicos” de modo que las redes neuronales sean sustituidas “por programas informáticos con la capacidad de navegar tanto por mundos virtuales como no virtuales, libre de las limitaciones de la química orgánica” (p. 58).

 

Apogeo y caída del humanismo que conquista y da sentido al mundo

Luego del capítulo titulado “La nueva agenda humana”, que se convierte en la introducción de la obra, el libro se estructura en tres partes que narran el apogeo y la caída del humanismo como narración que conquista y da sentido al mundo.

a) Homo Sapiens conquista el mundo: En continuidad con su anterior libro, Harari ofrece en la primera parte un breve recorrido por las formas en que Homo Sapiens conquista el mundo. Ahora bien, esa conquista fue posible no sólo por las nuevas posibilidades técnicas, sino por la existencia de una “religión” humanista que brindó la narración que legitimó el orden social moderno.

b) El humanismo como “narraciòn” que da sentido al mundo: Por ello, la segunda parte profundiza en cómo el Homo Sapiens dio sentido al mundo moderno a través de una religión a la que llama “humanismo”. Para Harari, una religión es como una narración que “proporciona una descripción completa del mundo y nos ofrece un contrato bien definido con objetivos predeterminados” (p. 208). Considera el autor el “pacto moderno” promete al Homo Sapiens “un poder sin precedentes”, pero exige renunciar a la creencia en un gran plan cósmico que da sentido a la vida (p. 248). La promesa del poder se cumplió (p. 246). Sin embargo, dado que hacía falta un sentido para la vida, Harari entiende que el humanismo resultó la nueva religión que proporciona “un credo nuevo y revolucionario que conquistó el mundo durante los últimos siglos… Según el humanismo, los humanos deben extraer de sus experiencias internas no solo el sentido de su propia vida, sino también el sentido del universo entero. Este es el mandamiento primario que el humanismo nos ha dado: crea sentido para un mundo sin sentido” (p. 249). El humanismo no presenta una única matriz, sino que Harari distingue el humanismo liberal, el humanismo socialista y el humanismo evolutivo (que tuvo su expresión en el nazismo).

c) La crisis del humanismo y las nuevas narraciones: Sin embargo, y aquí entramos en la tercera parte del libro, los descubrimientos y adelantos científicos del Siglo XXI están minando las bases (declaraciones fácticas) en los que se sustenta el humanismo, y por ello Harari predice que se producirá una nueva crisis y surgirá un nuevo orden, en el que el Homo Sapiens pierde el control. Justamente, aquí está una de las tesis centrales del libro: la idea de “libertad” o de “individuo”, que fundaron el humanismo, aparecen puestas en crisis por la constatación de que todos los organismos pueden reducirse a algoritmos y procesos bioquímicos. “A lo largo del último siglo, a medida que los científicos abrían la caja negra de los sapiens, fueron descubriendo que allí no había alma, ni libre albedrío, ni ‘yo’…, sino solo genes, hormonas y neuronas que obedecen las mismas leyes físicas y químicas que rigen el resto de la realidad” (p. 312).

Esta crisis del humanismo provocada por los nuevos descubrimientos tecnocientíficos tiene para Harari tres consecuencias prácticas: “1. Los humanos perderán su utilidad económica y militar, de ahí que el sistema económico y político deje de atribuirles mucho valor. 2. El sistema seguirá encontrando valor en los humanos colectivamente, pero no en los individuos. 3. El sistema seguirá encontrando valor en algunos individuos, pero éstos serán una nueva élite de superhumanos mejorados y no la masa de la población” (p. 337).

Para el autor, en el siglo XXI es probable que el pacto entre el humanismo y la ciencia se rompa y surja un nuevo contrato entre la ciencia y alguna nueva religión posthumanista (p. 224). De allí que Harari predice que surgirán otras “religiones” (narraciones) para justificar el nuevo orden de cosas. Una de ellas es lo que denomina “tecnohumanismo”, dominada por el Homo Deus. Este Homo Deus es un ser humano superdotado, inmortal, bioquímicamente programado para ser feliz y dotado de poderes divinos gracias a la ingeniería biológica, la ingeniería cyborg y la ingeniería de seres inorgánicos. Para Harari, subyace una “variante actualizada de los viejos sueños del humanismo evolutivo, que hace ya un siglo pronosticó  la creación de superhumanos. Sin embargo, mientras que Hitler y sus acólitos planeaban crear superhumanos mediante la cría selectiva y la limpieza étnica, el tecnohumanismo del siglo XXI espera alcanzar el objetivo de manera mucho más pacífica, con ayuda de la ingeniería genética, de la nanotecnología y de interfaces cerebro-ordenador” (p. 384).

Pero la predicción de Harari afirma que incluso el Homo Deus puede perder toda relevancia y diluirse en el mar de la conexión de todas las cosas en un único y gran sistema de procesamiento de algoritmos. En tal supuesto, reinaría la religión de los datos (dataísmo) y el hombre se reduciría a ser un flujo de datos más. Para Harari, el dataísmo implica una “revolución religiosa”. “En la época de Locke, Hume y Voltaire, los humanistas decían que ‘Dios es producto de la imaginación humana’. Ahora, el dataísmo da a probar a los humanistas su propia medicina y les dice: ‘Sí, Dios es producto de la imaginación humana, pero la imaginación humana es a su vez producto de algoritmos bioquímicos” (p. 423). En este sentido, el autor no considera que vaya a surgir “un estado policíaco orwelliano… El individuo no será aplastado por el Gran Hermano: se desintegrará desde dentro… La realidad será una malla de algoritmos bioquímicos y electrónicos sin fronteras claras, y sin núcleos individuales” (p. 378).

 

La persona humana, ¿sólo un algoritmo?

Una de las ideas centrales que atraviesa el libro es que los organismos, entre los que se encuentran los seres humanos, son algoritmos. Así lo resume Harari en uno de los pasajes de la obra: “1. Los organismos son algoritmos, y los humanos no son individuos: son ‘dividuos’. Es decir, los humanos son un conjunto de muchos algoritmos diferentes que carecen de una voz interior o un yo únicos. 2. Los algoritmos que conforman un humano no son libres. Están modelados por los genes y las presiones ambientales, y toman decisiones, ya sea de manera determinista, ya sea al azar, pero no libremente. 3. De ahí se infiere que un algoritmo externo puede teóricamente conocerme mucho mejor de lo que yo nunca me conoceré. Un algoritmo que supervisa cada uno de los sistemas que componen mi cuerpo y mi cerebro puede saber exactamente quién soy, qué siento y qué deseo. Una vez desarrollado, dicho algoritmo puede sustituir al votante, al cliente y al espectador. Entonces el algoritmo será quien mejor sepa lo que le conviene, el algoritmo siempre tendrá la razón y la belleza estará en los cálculos del algoritmo” (p. 360). Al tiempo que recuerda que “un algoritmo es un conjunto metódico de pasos que pueden emplearse para hacer cálculos, resolver problemas y alcanzar decisiones” (p. 100), el autor repite la idea en otros pasajes, como por ejemplo cuando afirma que “las emociones son algoritmos bioquímicos vitales para la supervivencia y la reproducción de todos los mamíferos” (p. 100).

En las raíces de esta postura Harari ubica a la teoría de la evolución, que derriba el “relato” del alma y de la libertad, de modo que “la palabra sagrada ‘libertad’ resulta ser, al igual que ‘alma’, un término vacuo que no comporta ningún significado discernible. El libre albedrío existe únicamente en los relatos imaginarios que los humanos hemos inventado” (p. 313). Y luego explica: “En realidad, solo hay una corriente de conciencia, y los deseos surgen y transcurren dentro de dicha corriente, pero no hay un yo permanente que posea los deseos, de modo que no tiene sentido preguntar si elijo mis deseos de manera determinada, aleatoria o libre” (p. 315). “Si los organismos en verdad carecen de libre albedrío, ello implica que podemos manipular e incluso controlar sus deseos mediante el uso de drogas, ingeniería genética y estimulación directa del cerebro” (p. 316).

Para el autor, hay que prestar atención a tres procesos concentrados: “1. La ciencia converge en un dogma universal, que afirma que los organismos son algoritmos y que la vida es procesamiento de datos. 2. La inteligencia se desconecta de la conciencia. 3. Algoritmos no conscientes pero inteligentísimos pronto podrán conocernos mejor que nosotros mismos” (p. 431).

 

Una valoración antropológica del pensamiento de Harari

Más allá de las justificadas críticas que cabría hacer a Harari por incurrir en el llamado “determinismo genético”, podemos profundizar en una valoración antropológica del tema.

El hecho de que el ser humano tenga las herramientas para penetrar hasta los secretos más precisos y concretos de la vida biológica no significa que la vida humana se reduzca a esos componentes “materiales”. Justamente, la expresión “dignidad humana” viene a expresar el reconocimiento de una excelencia en el ser de la persona humana que abarca y excede a los componentes corporales, implicando una necesaria dimensión espiritual. Esa dimensión se expresa en las potencias espirituales, inteligencia y voluntad, capacidad de conocer y amar. De allí que la principal crítica que puede formularse a la visión del libro es el materialismo que reduce al ser humano a sus componentes materiales y desconoce los dinamismos espirituales.

De hecho, el autor reconoce que “la ciencia sabe muy poco acerca de la mente y la conciencia… Nadie tiene ni idea de cómo una diversidad de reacciones bioquímicas y de corrientes eléctricas en el cerebro generan la experiencia subjetiva de dolor, ira o amor” (p. 126). Y también “es la mayor laguna en nuestra comprensión de la vida” (p. 128). “¿Por qué tienen los humanos experiencias subjetivas de hambre y miedo?” (p. 129). “A pesar del enorme conocimiento que hemos reunido en los ámbitos de las matemáticas y de la informática, ninguno de los sistemas de procesamiento de datos que hemos creado necesita experiencias subjetivas para funcionar, y ninguno siente dolor, placer, ira o amor” (p. 132).

La visión materialista de la persona aparece en toda su evidencia cuando el autor, hablando del objetivo de la “inmortalidad”, reconoce que en realidad serán superhumanos “amortales”, que “podrán morir todavía en alguna guerra o accidente, y nada podrá hacerlos volver del inframundo. Sin embargo, a diferencia de nosotros, los mortales, su vida no tendrá fecha de caducidad” (p. 37). Es una “inmortalidad” inmanente, centrada en este mundo y por tanto limitada y finita. Difícilmente pueda pensarse como feliz y plena una inmortalidad que se limite a este mundo. Corresponde aquí confrontar esta visión de la inmortalidad con aquella que es propia del cristianismo, que sostiene que Jesucristo resucitó y está vivo junto a Dios Padre. De la fe en la Resurrección se deriva una fe en que todos los seres humanos estamos llamados a participar de esa resurrección. Este punto es muy bien tratado por Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi, donde distingue adecuadamente la pretensión de una vida eterna aquí en la tierra: “Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable” (Benedicto XVI, Carta Encíclica Spe Salvi, 2007, n. 10).

Reflexionar sobre el carácter contingente y limitado de la persona no significa negarse a buscar la salud y la curación de la persona humana, pero dentro de los cauces de su condición de creatura y del orden que surge de las cosas. En este sentido, la visión materialista del ser humano ofrece un horizonte cerrado y limitado que no puede nunca responder a los anhelos de fondo de la persona humana.

El enfoque materialista de la persona, a su vez, resulta funcional a las tendencias ideológicas que reducen a la persona a mero sujeto de relaciones de consumo o a mero engranaje de mecanismos sociales de circulación de bienes y servicios. Además, si la vida humana es mero algoritmo, se debilitan socialmente las razones para luchar por la dignidad de cada uno. ¿Cuáles serían las razones para defender la dignidad de cada persona humana? Ni siquiera la dignidad de la especie humana como tal aparece defendible ante esta impronta materialista.

Justamente en relación a estas consecuencias sociales de la visión materialista de la persona, Harari llama correctamente la atención sobre la posibilidad de que surja una selecta clase de superhumanos, que deje a millones de seres humanos en la irrelevancia y en una pobreza extrema sin las condiciones más básicas de la vida. Y señala que existe una fuerte tentación a que ello se produzca, si tenemos en cuenta el cambio operado en la medicina: “La medicina del siglo XX aspiraba a curar a los enfermos. La medicina del siglo XXI aspira cada vez más a mejorar a los sanos. Curar a los enfermos fue un proyecto humanitario, porque daba por hecho que existe un estándar normativo de salud física y mental que todos pueden y deben disfrutar. Si alguien caía por debajo de la norma, era tarea de los médicos resolver el problema y ayudarle o ayudarla a ‘ser como todo el mundo’. En cambio, mejorar a los sanos es un proyecto elitista, porque rechaza la idea de un estándar universal aplicable a todos, y pretende conceder a algunos individuos ventajas sobre los demás” (p. 380-381). Sin embargo, al asumir un enfoque materialista que anula la libertad, Harari cierra las “opciones” para revertir ese proceso y dar una justa respuesta a cada persona en su inalienable dignidad.

Si todos los organismos son algoritmos y procesos irrefrenables, ¿por qué existen opciones para la humanidad? Si no existe el libre albedrío ni el alma, ¿por qué plantear la posibilidad de poner límites y actuar ante esta nueva “agenda humana”? Aquí se encuentra una de las contradicciones de esta obra.

Deslumbrado por las conquistas biotecnológicas, Harari lleva hasta sus últimas consecuencias una visión materialista y determinista del ser humano. Sin embargo, soslaya la innegable dimensión espiritual que tiene la persona humana y que, justamente, está en la base de las aspiraciones a la inmortalidad, la felicidad y la divinidad. Sólo el ser humano tiene esa dignidad ontológica y moral que lo lleva a buscar su perfección.

Como hemos dicho muchas veces, junto con el extraordinario poder que tiene el ser humano de conocer y dominar los procesos biológicos y materiales, debe garantizarse y desarrollarse una proporcionada capacidad de descubrir y respetar la inalienable dignidad de cada persona humana, en su condición de participación en el ser, creada a imagen y semejanza de Dios. De no cumplirse esta condición, el ser humano perderá las razones vitales, éticas y jurídicas básicas para garantizar el respeto a cada persona y a sus derechos fundamentales.

 

¿Un proceso irrefrenable?

En línea con su visión materialista de la persona y la historia, para Harari, sus predicciones son presentadas como procesos “irrefrenables” (porque “nadie sabe dónde está el freno” y nadie tiene una imagen completa de todas las transformaciones que están en curso). Esa “inevitabilidad” de lo que está en marcha es contradicha por el mismo autor en otros pasajes, cuando afirma, por ejemplo, que “porque tenemos cierto margen de elección con respecto al uso de las nuevas tecnologías, sería preferible que comprendiéramos qué está sucediendo y decidiéramos qué hacer al respecto antes de que ellas decidan por nosotros” (p. 69).

A diferencia de otros autores post-humanistas o transhumanistas, Harari parece querer limitarse a una función de “describir” procesos, pero su “descripción” supone claras tomas de postura y definiciones que signan y sesgan su reflexión. Esa ambigüedad entre la mera descripción de los procesos y las opciones existentes y una valoración de las mismas atraviesa toda una obra que, como todo esfuerzo por predecir el futuro de toda la especie humana en un único libro, incurre en excesivas generalizaciones y simplificaciones, como así también en una visión deformada del fenómeno religioso y en una antropología reduccionista.

 

La religión, ¿mera construcción legitimadora de un orden material?

Probablemente un atractivo de la obra sea ese esfuerzo por presentar una mirada de conjunto sobre los procesos que están en marcha a partir de los descubrimientos y avances tecnológicos en torno a la vida y al procesamiento de datos. Si la obra se hubiera detenido aquí, podría ser un intento de descripción de los procesos generados por las biotecnologías y las ciencias informáticas. Sin embargo, Harari basa todo su libro en una peculiar visión de la religión, que resulta el marco hermenéutico decisivo para valorar estos procesos. En este sentido la obra se torna controversial y problemática.

Para Harari, religión es “cualquier historia de amplio espectro que confiere legitimidad superhumana a leyes, normas y valores”, que “legitima las estructuras sociales asegurando que reflejan leyes superhumanas” (p. 205). Harari asume un enfoque dialéctico de raíz marxista de la historia en el que la religión es vista como mecanismo de legitimación de las condiciones estructurales de poder y dominación.

Entre los problemas de este enfoque creemos que, tal como lo hemos adelantado, se incurre en un materialismo determinista que soslaya la dimensión espiritual de la persona humana. Además, subyace una visión relativista, que niega la existencia de verdades permanentes que puedan regular la existencia de la persona humana y la sociedad, considerando que todo es construcción social, o en última instancia, todo resulta determinado por los algoritmos y los procesos materiales de base.

Igualmente, se simplifica en exceso los procesos históricos y se adopta una matriz hermenéutica uniformante que no permite advertir las sutilezas y distinciones que siempre presenta la historia. Es una generalización excesiva afirmar que el humanismo es la “religión dominante” y considerar que las otras “religiones” ya son irrelevantes. Para poner un ejemplo, ante los procesos sociales generados por la llamada revolución industrial, sobre todo en torno a la explotación de los trabajadores, surgieron respuestas “comunistas”, pero también respuestas desde la enseñanza social de la Iglesia que tuvieron un rol decisivo en la conformación, al menos en países de tradición cristiana, de leyes e instituciones para protección del trabajador.

A diferencia de Harari, no creemos que los procesos biotecnológicos sean los que determinen la religión. Ciertamente, detrás de cada científico hay una cosmovisión sobre el hombre y la sociedad, pero ello no significa que sean las condiciones materiales las que determinen esas cosmovisiones. Por otra parte, las verdaderas “religiones”, es decir, aquellas que proponen la relación de Dios con el hombre y la creación, todavía tienen mucho que ofrecer a la humanidad para guiar los procesos de cambio que están en marcha. El innegable impacto de las ciencias de la vida en alianza con la informática no genera un proceso irrefrenable. Cada generación enfrenta, de nuevo, los desafíos de la libertad para dar cauce y sentido a los procesos humanos.

De hecho, Harari reconoce: “cuando hablo de transformar a los humanos en dioses, pienso más en los términos de los dioses griegos o de los devas hindúes y no en el omnipotente padre bíblico que está en los cielos” (p. 60). Se advierte aquí la diferencia entre una visión “inmanente” de la religión y la visión trascendente del Dios bíblico, que en Cristo se hace hombre y resucita para la vida eterna.

Sobre todo, la religión en su sentido verdadero es necesaria en este tiempo porque de otra manera la confianza en un progreso sólo guiado por el poder del hombre conduce a nuevas e inadmisibles formas de explotación del hombre sobre el hombre. Lo dice con toda claridad Benedicto XVI en Spe Salvi: “el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza… no cabe duda de que un «reino de Dios» instaurado sin Dios –un reino, pues, sólo del hombre– desemboca inevitablemente en «el final perverso» de todas las cosas descrito por Kant: lo hemos visto y lo seguimos viendo siempre una y otra vez. Pero tampoco cabe duda de que Dios entra realmente en las cosas humanas a condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que Él mismo salga a nuestro encuentro y nos hable. Por eso la razón necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella misma: razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y su misión” (Spe Salvi, n. 23).

Por ello, creemos que el cristianismo puede ofrecer un sentido altamente significativo a los desafíos planteados por las biotecnologías, sobre todo por su armónica visión de la dignidad del ser humano, que combina el respeto por el cuerpo junto con el reconocimiento de la libertad; una visión de desarrollo personal armonizada con la perspectiva de bien común; la necesidad de respetar la justicia en los intercambios de las personas concretas, junto con la necesidad de una justicia distributiva que asegure igualdad. Todos estos valores pueden contribuir decisivamente a los procesos biotecnológicos que hoy están en marcha. Un ejemplo de tal contribución es la reflexión propuesta por el Papa Francisco en su encíclica Laudato Si’, en la que denuncia con fuerza el llamado paradigma tecnocrático.

 

Conclusión

El esfuerzo de Harari por buscar miradas de conjunto para la nueva “agenda humana” resulta una de las principales contribuciones de la obra. Los debates por la inmortalidad, la felicidad y los poderes de la divinidad (para usar la impropia terminología de Harari), ciertamente signan nuestro tiempo y es altamente positivo que se generen instancias de diálogo y pensamiento que permitan “analizar nuestras opciones actuales” (p. 70).

En este sentido, el autor nos ofrece una interesante reflexión sobre las consecuencias posibles de los avances en las ciencias de la vida y la informática. Harari lleva hasta sus últimas consecuencias la idea de construir el mundo sólo a partir de las fuerzas humanas y nos dice que el humanismo que se propuso “conquistar” el mundo puede terminar desapareciendo en la gran corriente de datos que gobernaría el mundo futuro.

Justamente en este sentido, como los argumentos de la obra están enmarcados en una cosmovisión del hombre, la sociedad y la religión que resulta materialista, empobrecedora y por momentos contradictoria, creemos que hace falta una mirada superadora y más integral que no desconozca la dimensión espiritual del ser humano y el lugar que Dios tiene en la convivencia humana. En una época en el que el poder del hombre crece de manera exponencial sobre sí mismo y sobre la creación, se requiere una adecuada cosmovisión que reconozca a Dios como Creador y Redentor y a la dignidad humana en su doble dimensión de excelencia en el ser y de responsabilidad hacia los demás y la creación.

En todo caso, recogemos la invitación al debate y a continuar pensando hacia dónde va el mundo, remarcando nuevamente la centralidad que poseen la dignidad de la persona humana y la búsqueda del bien común.

Informe de Jorge Nicolás Lafferriere